Por M. P. El gag es el más tonto del mundo. Y no
sólo es tonto como muchos de los otros hilarantes, vergonzosos y desquiciados
chistes que lo acompañan sino que, además de ocupar unos buenos minutos de metraje
al promediar film, incluso se repite al final. Involucra a la nave del Dr. Malo y su
llamativo parecido con ciertas partes anatómicas. Ciertas partes masculinas, digamos. Y
muy privadas. Su mecánica es la siguiente: cada vez que alguien reconoce el parecido, y
está a punto de decirlo en voz alta, se produce un corte y alguien lo dice por él sin
decirlo. Eso parece una..., dice alguien. Corte. ¡Salchicha! ¿Quién
quiere una salchicha?, grita otro, que de golpe levanta su vista al cielo, dice su
correspondiente Oh, y todo vuelve a empezar. O sea: si hasta aquí el juego de
palabras genital más absurdo e hilarante que había producido Hollywood en los últimos
tiempos era la carcajada involuntaria que provocaba escuchar a Madonna llamar Dick
un nombre, pero también pito en el argot a su entonces amante
Warren Beatty de legendarios generosos atributos en Dick Tracy, en la nueva
aventura de Austin Powers la ridiculez llega al extremo de buscar cameos de Woody
Harrelson y Willie Nelson ¡Woody!, grita alguien, y al mismo tiempo está nombrando
los genitales masculinos sólo para permitir que el ridículo gag encadenado siga
dando vueltas hasta el infinito. Y lo más increíble es que eso es lo que sucede en la
pantalla. Una y otra vez. Es verdad: es el gag más tonto del mundo. Pero en su ridículo
absurdo y en su inutilidad práctica encierra todo el secreto detrás del encanto de Mike
Myers, un humorista que prefiere el capricho de una risa sinsentido antes que el habitual
texto humorístico que permite salir de cualquier situación en Hollywood sin poner
nervioso a nadie. Y a pesar de venir de la tierra de las funciones de prueba y el humor
predigerido (no es algo nuevo: no hay que olvidar las absurdas tramas románticas colgadas
del cuello de cada film de los hermanos Marx), Austin Powers: El espía seductor es
precisamente esa clase de milagro: un desquicio caprichoso al que nadie en su sano juicio
se hubiera atrevido a darle su aprobación para hacerlo público. Nadie, salvo la fuerza
del negocio detrás del personaje creado por Myers, que al tiempo que entrega
todo no da ni sólo un paso atrás. Tonto, ingenuo y con el mal gusto tan bien
colocado como siempre y con una particular atracción por la música pop que lo
lleva por caminos realmente surrealistas en cada chiste (aun a riesgo de dejar afuera a
más de uno), Myers ha construido el milagro de realizar una segunda parte aún más
vendedora e incluso vendida que su primer Austin Powers. Si en aquella primera
parte el Dr. Evil se robaba todas las escenas, ¿por qué no incluir un mini Dr. Evil para
duplicar la gracia? Si la relación entre el Dr. y su hijo terminaba siendo lo más
gracioso, ¿por qué no repetirla aquí, aún más brutalmente? Si el mecanismo
anacrónico de llevar al agente más sexy de los sesenta a los aburridos noventa terminaba
aburriendo tanto como la nueva década, ¿por qué no llevarlo de nuevo a los sesenta?
Todo eso, y mucho más como reemplazar a la gélida Elizabeth Hurley por la
deliciosa Heather Graham, o sumar a Elvis Costello al ya habitual cameo de Burt
Bacharach felizmente sucede en este segundo Austin Powers, un film con separadores y
sketches, y personajes ridículos y queribles, aun en sus momentos más tontos y/o
malvados.Comenzando por un maravilloso cameo de Jerry Springer un personaje
televisivo norteamericano que es una mezcla entre Lía Salgado y Chiche Gelblung y
su panel Mi padre es malo y quiere dominar el mundo, El espía seductor cuenta
la historia del retorno de Dr. Evil, que viaja al pasado a robarle el mojo a
su archienemigo Powers, y de paso dominar el mundo. Claro que Austin no se queda quieto:
sigue a su némesis hasta el pasado, consigue una nueva chica y también salva a un mundo
liderado por un demente presidente de los Estados Unidos muy parecido a Tim Robbins. Llena
de anacronismos pop traídos desde el futuro, y un argumento que sólo es una excusa para
festivas parodias que en realidad sólo se festejan a sí mismas, el film es otra vez un
desquiciado (y genuino) objeto pop antes que cualquier clase de film. Un desquicio tan
genuinamente imposible y gratuito como un pene volando por los aires, observado por toda
una multitud tan capaz de escandalizarse como de doblarse al medio de la risa.
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