"Debe
señalarse que el trabajo efectuado no ha tenido como objetivo principal la detección de
hallazgos referidos a desfalcos u otras irregularidades similares." Esta advertencia,
desconcertante para el lego, puede hallarse al pie de los informes de la Auditoría
General de la Nación. Por tanto, conviene enfriar cualquier expectativa de que este
organismo, que depende del Congreso nacional, sea un arma efectiva contra la corrupción.
De hecho, fue creada en 1992 y su existencia no evitó que el gobierno de Carlos Menem
alcanzara su impresionante record de turbiedades. La AGN no sirvió para castigar, y ni
siquiera para disuadir, porque la sensación de impunidad perduró.
El principio que rige a la Auditoría es la
negociación política permanente, a partir de un escrupuloso reparto de puestos entre
peronistas y radicales, tanto que la formación de la Alianza trastornó el esquema por la
necesidad de injertar a algunos miembros del Frepaso. La norma es que el oficialismo ocupe
la mayoría de las sillas en la cúpula, llamada Colegio, pero que, en contrapartida, el
presidente sea colocado por la oposición. En el directorio nunca se vota: las decisiones
se toman por consenso, lo que implica que siempre representan el mínimo común
denominador.
El candado bipartidista no sólo aherroja a
la cima. También balancea el poder en la línea: a cada gerente peronista corresponde un
subgerente radical, y viceversa, garantizando el control recíproco. Ese clima de
vigilancia mutua, para que nadie saque los pies del plato, impregna todo el vulgar
edificio de oficinas que le sirve de sede. Muchos informes, si no logran el visto bueno
consensuado de oficialistas y opositores, quedan dando vueltas a nivel gerencial y jamás
trascienden. Como excusa para justificar el sagrado apego a la unanimidad se argumenta que
la existencia de dos dictámenes en disidencia restaría fuerza a los pronunciamientos. De
cualquier modo, por si algo escapa al cepo, siempre existe el reaseguro de la transa
política en el Legislativo, que es adonde van a parar los informes bendecidos por el
Colegio.
Más aún: de las seis gerencias generales,
el justicialismo se aseguró el control de la de Entes Reguladores, Privatizaciones y
Transferencias, lo que ayuda a explicar lo poco o nada que la Auditoría interfirió en
todo el oscuro manejo del desguace estatal y la relación con los nuevos monopolios
privados (cuya contabilidad es además secreta en la Argentina). Es otro de los frutos del
compromiso y la negociación, que estriba en el arte de ceder algo para obtener otra cosa
a cambio.
Este mecanismo de relojería, de pesos y
contrapesos, que condiciona a la Auditoría, la colocó ahora en una extraña impasse. A
comienzos de setiembre caducaron los mandatos (que por sorteo duraron sólo cuatro años)
de tres auditores generales: dos del justicialismo y uno de la UCR. De modo que cesaron
Norberto Bruno (cuyo valedor es Alberto Pierri), Emilia Lerner (sostenida por Jorge
Matzkin) y el radical José Augusto Lapierre (de Juan Octavio Gauna). Por tanto, el
directorio de la AGN quedó reducido a cuatro miembros: el radical Enrique Paixao como
presidente, y su correligionario Héctor Rodríguez y los PJ Julio César Casavelos y
Héctor Durán Sabas como auditores. Por tanto, provisoriamente, el poder no está
distribuido como debería ser entre los dos partidos.
Diputados debió haber nominado ya los tres
nuevos auditores, pero la Alianza, previendo que triunfará en las elecciones de este mes,
sostiene que sería absurdo que una Cámara saliente designe funcionarios que
permanecerán ocho años en sus funciones. Su pretensión es esperar hasta diciembre, y no
menear el tema para evitar riesgos, como el de que menemistas y duhaldistas pongan a un
lado sus enfrentamientos y resuelvan precipitar los nombramientos. Pero, en todo caso, si
efectivamente venciera la Alianza el 24, para respetar las reglas de este duopolio
político los auditores aliancistas deberían pasar a ser mayoría y renunciar Paixao, a
pesar de que su mandato expira en el 2003.
En la ley 24.156, que creó a la AGN, se
establece que la designación de los seis auditores generales (excluyendo al presidente)
deberá observar la composición de cada Cámara del Parlamento, lo cual para ese momento
equivalía a decir que cuatro debían ser peronistas, y los dos restantes, radicales.
Astutamente se fijaron ocho años de mandato, pero reduciéndolos a la mitad en el primer
turno para tres de los auditores, lo que permitiría a peronistas y radicales ir
transfiriéndose mayorías y minorías según la suerte que corrieran en sucesivas
elecciones. Sin embargo, otra negociación mayor, Pacto de Olivos mediante, desembocó en
la reforma constitucional y en un desacomodo del pacto de auditoría en relación a los
tiempos políticos.
En cuanto a la corrupción, como quedó claro arriba, la AGN
no investiga ilícitos ni fraudes. En todo caso, si detecta irregularidades, se las
informa al Parlamento, porque perseguir actos corruptos es asunto --según aseguran los
auditores-- de la Fiscalía de Investigaciones Administrativas y de la Justicia. Lo cierto
es que la AGN es el único auditor externo del Poder Ejecutivo, ya que la SIGEN
(Sindicatura General de la Nación) depende de la Casa Rosada. Este auditor interno,
condicionado por su supeditación al poder presidencial, es el encargado de realizar el
control previo de los actos administrativos, que es el que en teoría debería impedir los
fraudes al Estado. A la AGN le toca la revisión posterior, "cuando ya se llevaron la
plata del PAMI, de ATC o del INA", según ilustra un corruptólogo privado. Además,
la Auditoría sólo examina una pequeña muestra de todas las áreas que integran el
sector público, de acuerdo a un plan limitado por sus recursos. La pregunta elemental e
ingenua es por qué la Auditoría debe estar traspasada de política partidaria, poniendo
en manos de peronistas y radicales (el Frepaso se agregaría pronto al juego con un
auditor general) el control de su propia depuración. Pero la fórmula aplicada demostró
su eficacia para impedir que, más allá de la retórica, la corrupción fuera investigada
sin tabiques ni miramientos. |