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Shakespeare, convertido en objeto de merchandasing

La nueva adaptación cinematográfica de “Sueño de una noche de verano” cambia la magia del original por un bosque suntuoso y desencantado.

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Por Luciano Monteagudo
t.gif (862 bytes)  Solamente especulaciones de producción y de merchandising cultural parecen haber determinado que esta nueva adaptación al cine del Sueño de una noche de verano de Shakespeare haya sido rodada en escenarios naturales de Italia y su acción trasladada a un impreciso siglo XIX. Con el Bardo, ya se sabe, no hay razón para ser puristas. Como decía su exegeta más agudo, el polaco Jan Kott, cada época encuentra en sus obras precisamente aquello que busca. Pero aquí los motivos del cambio de escenario y de circunstancia parecen más bien espurios, como si antes que cualquier otra consideración hubiera primado el afán por construir un objeto cultural al uso: una obra de Shakespeare –tan requerido últimamente por el cine como nunca–, filmada con un suntuoso vestuario y los drapeados necesarios en los estudios de Cinecittà y en los bellos castelli de la luminosa Toscana, todo adornado desde la banda sonora con las arias y melodías más famosas de Verdi y Puccini, como para tentar a un cierto sector de público que ahora ha hecho de los Tres Tenores las nuevas estrellas del consumo musical. Si la idea era introducir a las nuevas generaciones en el universo de Shakespeare, debe decirse que en ese aspecto ya lo hizo mucho mejor el lisérgico Romeo y Julieta de Baz Lurhmann, que tenía la audacia de llevar su material a los extremos. En otro registro completamente distinto, La tempestad modelo Greenaway lucía a su favor el descaro de utilizar el original para modelarlo a la medida de sus propios fines (y de paso hacer de la isla de Próspero la caja de Pandora del cine del futuro). Nada de esto sucede con esta versión del teatrista Michael Hoffman del Sueño de una noche de verano, convencional desde donde se la mire y pendiente siempre de buscar todo recurso con el cual poder halagar a sus espectadores.

senio.jpg (18198 bytes)Es una pena, porque esta comedia de Shakespeare –con su mundo de gnomos, hadas, genios y duendes– es de las más bellas y etéreas de su producción, todo un concierto de pasiones fabulosas y enredos románticos que parecen materializarse en el aire. Así lo había entendido ya cuarenta años atrás el checo Jiri Trnka, en su temeraria versión sin palabras de la obra, un Shakespeare sin Shakespeare, un film de marionetas y pantomimas que, sin embargo, era del todo fiel al universo férico del original. Hollywood incluso ya había logrado un pequeño milagro con su versión de 1935, dirigida por el legendario director teatral Max Reinhardt, que además de contar con James Cagney como Bottom, y Mickey Rooney –por entonces un niño– como Puck, creo una imaginería que dejó su huella en realizadores tan posteriores como Ridley Scott.

Aquí toda la novedad que se le ocurre a Michael Hoffman es introducir a los personajes en bicicleta. Más allá de este capricho, deja hacer y deshacer a sus actores, al punto que cada uno parece apropiarse de su personaje a su leal saber y entender, sin que impere un estilo definido. Contra cierta parsimonia de Rupert Everett y Michelle Pfeiffer como Oberón y Titania, la pareja real del bosque encantado, y con un Stanley Tucci desbordado físicamente como el duendecillo Puck, es Kevin Kline quien mejor saca provecho del papel que le toca. Su simpatía y su presencia de gran comediante hacen de Bottom lo más disfrutable de esta fraudulenta versión de Shakespeare, aparte del texto del propio Shakespeare, por supuesto, que entre otras cosas pide para su representación “el modo más obsceno y más valiente”. Nada de obscenidad ni valentía hay aquí, sino más bien mera complacencia.

 

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