Por Luciano Monteagudo
Solamente
especulaciones de producción y de merchandising cultural parecen haber determinado que
esta nueva adaptación al cine del Sueño de una noche de verano de Shakespeare haya sido
rodada en escenarios naturales de Italia y su acción trasladada a un impreciso siglo XIX.
Con el Bardo, ya se sabe, no hay razón para ser puristas. Como decía su exegeta más
agudo, el polaco Jan Kott, cada época encuentra en sus obras precisamente aquello que
busca. Pero aquí los motivos del cambio de escenario y de circunstancia parecen más bien
espurios, como si antes que cualquier otra consideración hubiera primado el afán por
construir un objeto cultural al uso: una obra de Shakespeare tan requerido
últimamente por el cine como nunca, filmada con un suntuoso vestuario y los
drapeados necesarios en los estudios de Cinecittà y en los bellos castelli de la luminosa
Toscana, todo adornado desde la banda sonora con las arias y melodías más famosas de
Verdi y Puccini, como para tentar a un cierto sector de público que ahora ha hecho de los
Tres Tenores las nuevas estrellas del consumo musical. Si la idea era introducir a las
nuevas generaciones en el universo de Shakespeare, debe decirse que en ese aspecto ya lo
hizo mucho mejor el lisérgico Romeo y Julieta de Baz Lurhmann, que tenía la audacia de
llevar su material a los extremos. En otro registro completamente distinto, La tempestad
modelo Greenaway lucía a su favor el descaro de utilizar el original para modelarlo a la
medida de sus propios fines (y de paso hacer de la isla de Próspero la caja de Pandora
del cine del futuro). Nada de esto sucede con esta versión del teatrista Michael Hoffman
del Sueño de una noche de verano, convencional desde donde se la mire y pendiente siempre
de buscar todo recurso con el cual poder halagar a sus espectadores. Es una
pena, porque esta comedia de Shakespeare con su mundo de gnomos, hadas, genios y
duendes es de las más bellas y etéreas de su producción, todo un concierto de
pasiones fabulosas y enredos románticos que parecen materializarse en el aire. Así lo
había entendido ya cuarenta años atrás el checo Jiri Trnka, en su temeraria versión
sin palabras de la obra, un Shakespeare sin Shakespeare, un film de marionetas y
pantomimas que, sin embargo, era del todo fiel al universo férico del original. Hollywood
incluso ya había logrado un pequeño milagro con su versión de 1935, dirigida por el
legendario director teatral Max Reinhardt, que además de contar con James Cagney como
Bottom, y Mickey Rooney por entonces un niño como Puck, creo una imaginería
que dejó su huella en realizadores tan posteriores como Ridley Scott.
Aquí toda la novedad que se le ocurre a Michael Hoffman es introducir a los
personajes en bicicleta. Más allá de este capricho, deja hacer y deshacer a sus actores,
al punto que cada uno parece apropiarse de su personaje a su leal saber y entender, sin
que impere un estilo definido. Contra cierta parsimonia de Rupert Everett y Michelle
Pfeiffer como Oberón y Titania, la pareja real del bosque encantado, y con un Stanley
Tucci desbordado físicamente como el duendecillo Puck, es Kevin Kline quien mejor saca
provecho del papel que le toca. Su simpatía y su presencia de gran comediante hacen de
Bottom lo más disfrutable de esta fraudulenta versión de Shakespeare, aparte del texto
del propio Shakespeare, por supuesto, que entre otras cosas pide para su representación
el modo más obsceno y más valiente. Nada de obscenidad ni valentía hay
aquí, sino más bien mera complacencia.
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