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OPINION
Dónde cayeron los cascotes del Muro
Por Martín Granovsky

Los cascotes del Muro de Berlín no solo trituraron el conflicto EsteOeste y el enfrentamiento ideológico entre comunistas y anticomunistas. También cayeron sobre la clase política. En todo el mundo fue igual: si ya no había una causa más o menos noble en nombre de la cual guerrear, una Dulcinea en forma de utopía, ¿por qué seguir firmando un cheque en blanco a los políticos? Sin miedo al cambio de sistema, ¿por qué no investigarlos?
Esa nueva situación explica mejor que ninguna otra el crecimiento de la corrupción como gran tema de la sociedad y el descrédito paralelo de la clase política.
El laboratorio fue Italia, que en pocos años se sacudió por varios terremotos. Desde el fin de la Segunda Guerra la OTAN vetaba el ascenso de la izquierda al gobierno. Sin Muro, la izquierda pudo ganar, aunque llegó débil a un poder sin mucho poder. La política siempre había sido corrupta. Las bases eran el loteo partidario del Estado y la coima por obra pública para financiar primero la política, luego a los políticos y al final a los tataranietos de los políticos. Con el Muro en ruinas, la sociedad se hizo intolerante con el sistema que los italianos llamaban “Tangentopolis”. Sintió que no tenía por qué admitir el desvío sucio de plata negra y, a la vez, pagar impuestos más altos para reducir el déficit fiscal como requisito para la integración con Europa. Si no había más remedio los italianos se ajustarían, pero exigirían un ajuste también a los políticos.
En algunos aspectos la Argentina está cerca de Italia. Como ella, tiene su Tangentopolis permanente. Igual que en Italia, las justificaciones para la plata sucia se acaban y los ciudadanos van perdiendo la paciencia.
La Argentina está cerca y al mismo tiempo lejos de Italia. Por ahora, un grupo de jueces federales adictos al Ejecutivo impide que estalle el sistema de financiamiento ilegal de los aparatos y de algunos bolsillos particulares. Pero todo puede ocurrir. Bettino Craxi, el líder socialista, varias veces primer ministro, no era menos importante que cualquier funcionario argentino de primer nivel. Y sigue prófugo en su villa de Túnez. María Julia Alsogaray parecía tan inoxidable como otro antiguo premier y ministro de todas las carteras, Giulio Andreotti, pero en la semana que pasó hasta llegó a lucir nerviosa.
El problema del financiamiento, sin embargo, es aún más complejo que el de la corrupción. Una de las formas de transparentar la política es gastar menos en su costado más profesional. En campañas, por ejemplo. Una de las respuestas suele rematar en el pedido de elecciones simultáneas. Cada cuatro años se vota todo, y punto. Pero, así sea por vicio, por maldad y perfidia, muchos políticos solo acostumbran acercarse a las necesidades de la gente en el momento electoral. Los que gobiernan, para hacer obras que quizás de otro modo no ejecutarían. Los que se oponen, para escuchar una demanda social que tal vez ignorarían.
El politólogo Enrique Zuleta Puceiro es uno de los que mejor expone esa dimensión eficaz de la política más allá de un sentido común a menudo prejuicioso. “Hay que preguntar a los que precisan que sus problemas sean resueltos, y no estoy hablando de clientelismo sino de política, si de verdad quieren no ver nunca más a los candidatos”, provoca Zuleta en cuanta discusión participa.
Naturalmente, hay alternativas. Elecciones frecuentes, pero campañas más cortas. Desdoblamiento de comicios, pero límites. Acuerdo entre partidos sobre un tope para los gastos de campaña. Y como utopía deseable un cambio en la forma, por ahora autorreferencial en muchos casos, en que los políticos se acercan a su oficio.
Las cifras recogidas por Poder Ciudadano no agotan ningún debate pero al menos lo abren. No es poco.

 

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