Por Diego Fischerman Martha Argerich toca el piano.
Toca el piano de manera genial. Eso ya se sabe. Esa especie de marea informativa que a
veces se adueña de Buenos Aires respecto de algunos temas hizo que el hecho no
permaneciera desconocido casi para nadie. Desde los noticieros hasta Chiche Gelblung se
hicieron eco, de alguna manera, del fenómeno Argerich. Las 12.000 personas
que la escucharon en sus tres conciertos del Colón y la multitud que colmó el Luna Park
para su última función en esta ciudad hablan a las claras de que su público, esta vez,
fue mucho más amplio que el que habitualmente consume música clásica. ¿Por qué? ¿Se
trató sólo de una operación mediática? ¿Qué es lo que tiene Argerich de tan
particular? Y, sobre todo, ¿esa particularidad es efectivamente tan evidente para
cualquiera que la escuche? Para quienes estuvieron en el Luna Park la respuesta es clara.
Sólo alguien que toque el piano como ella (y en un sentido nadie toca el piano como ella)
puede ser capaz de lograr tal riqueza de matices, tal fenomenal musicalidad, a pesar del
recorte, del achatamiento del sonido que provoca la amplificación. Cuando, sin esperar
que se acallaran los últimos aplausos de bienvenida, Argerich se sentó frente al piano,
se inclinó hacia el costado y entrecerró los ojos para espiar cuánta gente había a
través del resplandor de las luces, acomodó sus manos sobre el teclado y atacó su
entrada en el Concierto Nº 3 de Sergei Prokofiev, se explicitó para muchos la naturaleza
de su genio. Argerich toca el piano de una manera diferente a cualquiera. La forma en que
logra acelerar o frenar las dinámicas es asombrosa. Y hasta es posible que tenga algún
secreto personal para apagar el sonido desde el teclado, para conseguir que notas
velocísimas (y brevísimas) tengan tal poder de definición y tal tridimensionalidad.
Argerich no sólo toca el piano con la naturalidad con la que respira sino que, de cierta
manera, su ritmo, su fraseo, es el de la respiración. Hay una técnica formidable, desde
ya. Pero lo que hace que esa técnica pueda traducirse con tal grado de fluidez y
musicalidad es, precisamente, que no se note. En su manera de tocar jamás hay
forzamiento, nunca se percibe una dificultad, todo se asemeja a un juego. Quien en lugar
de mirarle las manos detenga su atención en la cara o en el torso, se encuentra con una
actitud de atención extrema pero, a la vez, con una relajación absoluta. Nada traduce,
en el resto del cuerpo, la fuerza, la sutileza, la velocidad o las caricias de sus dedos
sobre el teclado.Luego de repetidas salidas, de la ovación interminable y gigantesca,
Argerich tocó un bis. Empezó sobre los aplausos. Tocó Bach. Fue deslumbrante. Pero lo
que allí en ese apurarse para tocar, en sus saludos rápidos, apurados, inclinando
apenas la cabeza lo que pudo leerse, con exactitud, fue que el lugar donde ella se
siente cómoda (probablemente el único lugar) es la música. Toca el piano como si
respirara pero, además, para respirar debe tocar el piano.La Orquesta Sinfónica
Nacional, conducida con precisión por Pedro Ignacio Calderón, había abierto el
concierto con el Preludio de la ópera Los Maestros Cantores de Nuremberg de Richard
Wagner y con la Sinfonía Nº 5 de Ludwig Van Beethoven, sobreponiéndose como pudo a las
dimensiones del lugar y a la amplificación. Después de Argerich, el cierre fue con el
Bolero de Maurice Ravel, ese estudio acerca de la orquesta donde la orquesta habla de sí
misma (no hay tema, sólo crescendo y cambios tímbricos) fue el vehículo para que los
integrantes de la Sinfónica mostraran sus capacidades. En estos casos, hablar de
concierto es casi mezquino. Comparado con las condiciones acústicas excepcionales del
Colón, con el espesor y la riqueza del sonido sin amplificación, el Luna Park no ofrece
competencia posible. De lo que se trató, más bien, fue de una fiesta. O de un rito en
que la música actuó como oficiante. Lo que se perdió en calidad sonora, eventualmente,
fue recuperado con creces por el fervor popular que despertó una de las grandes pianistas
de la historia.
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