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OPINION
Los jóvenesviejos
Por Fernando D’Addario

En algún momento, el rock fue joven y supo gritárselo al mundo. Cuando empezó a envejecer, el imaginario revulsivo que había generado lo obligó a sujetarse, como fuese, a la fantasía de la eterna juventud. Iggy y Bowie representaron, quizás en las antípodas, dos intentos (exitosos, a la luz de la historia) de reinvención rockera. Frente a la decrepitud del hippismo y la sofisticación barroca del rock sinfónico, ellos eligieron otros caminos para darle sobrevida al género. Uno, el duque blanco de Inglaterra, se aseguró la atemporalidad convirtiéndose en una máscara mutante, errática, ajena a los avatares lógicos de la evolución rockera y, por eso mismo, garantía permanente de vanguardia estética. El otro se escondió en las cloacas y desde allí –sin quererlo, sufriendo muchísimo seguramente– se transformó en un reaseguro eterno para las sucesivas generaciones que necesitaban una cuota de nihilismo y reviente en medio de tanta cultura fashion-pop. Lo cierto es que tanto Bowie como Iggy sobrevivieron en función de sus excesos. Los de Bowie tenían que ver con la imaginación camaleónica. A Iggy le tocó poner el cuerpo. Eran (son) tan distintos que durante décadas se vampirizaron, en un extrañísimo caso de retroalimentación que podría tener su génesis en la más simple y apasionante de las emociones (la atracción sexual), pero que descubre también el reconocimiento de falencias mutuas, talentos compartidos y una imperiosa necesidad de supervivencia. Hoy, cuando ambos ya pasaron los 50 años, el rock, en su inmensa maquinaria artístico-comercial, descubre que ya no necesita ser joven para seguir existiendo. De hecho, existe y es viejo. Entonces Iggy y Bowie se permiten el lujo de convertirse en clásicos, de mostrarse como lo que son, señores mayores, con preocupaciones de señores mayores. Aunque uno (Bowie) las disimule y otro (Iggy) las exponga visceralmente. Son diferencias que nunca podrán saldar. Están en su naturaleza.

 

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