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JOSE MARIA PEÑA, FUNDADOR Y DIRECTOR DEL MUSEO DE LA CIUDAD
"El patrimonio es para gozarlo, no para sufrirlo"

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Idea: "Me decían que nadie iba a aguantar un nombre como 'Dónde, cómo y con qué comieron y bebieron los porteños'. Y funcionó perfectamente".

Lleva con orgullo el título de "ciruja cultural". Hace treinta años que dirige un museo donde se puede pagar la entrada con un balero y donde todos los empleados revuelven volquetes buscando tesoros que otros tiran. San Telmo sobrevivió gracias a la ordenanza de Barrio Histórico que logró, milagrosamente, "venderle" al demoledor Cacciatore. Y ahora, tras 25 años de pedir fondos, está restaurando las dos casas más antiguas que le quedan a la ciudad.


Por Sergio Kiernan
t.gif (862 bytes)  --Usted debe ser el director de museo más antiguo del país. Hace 31 años fundó el Museo de la Ciudad y siempre lo dirigió...

--Puede ser. Mi gente dice que soy un mal endémico. O lo más parecido a esos muebles que son muy pesados y no se pueden mover.

 

--¿Cómo hizo para convencer al gobierno de Onganía de fundar un museo como éste?

--Suerte... Yo creo que cada uno tiene sus suertes y sus casualidades, que a la larga no sonna12fo02.jpg (12455 bytes) casualidades. Yo estaba trabajando hacía algunos años en el Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura, un grupo muy chico en el que estudiábamos arquitectura argentina del siglo XVIII y XIX. En realidad, no habíamos pasado de Buenos Aires porque cuando empezamos no había casi documentación sobre Buenos Aires. Había libros sobre la ciudad, pero no del enfoque que le queríamos dar. Como siempre sucede, hicimos el trabajo de investigación, pero no había plata para publicar. Entonces, el arquitecto Prebisch, que había sido decano de la facultad, es nombrado intendente. Como Prebisch era amigo de Buschiazzo, nuestro jefe, hicieron un convenio entre la Municipalidad y el instituto para publicar nuestra investigación. Cuando se tuvieron las primeras dos publicaciones, las llevamos al secretario de Cultura de la ciudad, en noviembre de 1967. Hubo una ceremonia y, cuando terminó el secretario, me pregunta qué tengo que ver yo con la familia Peña que tenía casa en Pinamar. Yo le digo, "es mi padre". "Qué gracioso", me contesta, "yo alquilé esa casa dos años para veranear". Era una casa que nos habíamos hecho con gran esfuerzo y que teníamos que alquilar para mantenerla. El secretario me pide que me quede diez minutos porque quería hablar algo de Pinamar. Y yo aproveché para preguntarle qué hacían con las casas que estaban demoliendo para ampliar la 9 de Julio. Preguntó y resultó que indemnizaban al propietario y después se vendía en bloque la demolición. Y le propuse que, ya que la Municipalidad era dueña de todo, por qué no sacar una puerta, un llamador, un balcón. Le interesó, quedamos en hablar. Y la casualidad quiso que esa misma noche, en casa de amigos, me lo encuentro con su mujer. El me ve y me dice, "Peña, esto es increíble"...

--Y, realmente...

--Yo le dije lo mismo, pero él me dice, "No, no es eso. Yo tenía que llamarlo porque su idea le interesó tanto al intendente que ya está creada la comisión". Habíamos hablado a las 11 de la mañana, eran las nueve de la noche y ya estaba.

 

--Ya era funcionario.

--Ad honorem, por supuesto. Entonces, empecé a separar cosas de la demolición.

 

--¿Cómo hacía? ¿Aparecía usted, joven arquitecto de traje, y empezaba a arrancar balcones?

--Ojalá, eso quería yo. Yo iba con los titulares de Inmuebles y Concesiones, recorría la zona e iba señalando aquel balcón, ese llamador, este vitral. Cuando demolían y salía en bloque, tenían que entregar eso.

 

--Se dio el gusto de su vida.

--Realmente, el gusto de mi vida. El único problema es que era yo solo. La comisión era un trámite, una formalidad. El trabajo lo tenía que hacer yo. Y a los demoledores les caía mal que viniera uno de afuera, había problemas de transporte, de camiones, en fin, se perdieron muchas cosas. Por ejemplo, un día separé un frente de chimenea es-pec-ta-cu-lar, de mármol violáceo, y me fui al galpón donde lo tenían que guardar, para etiquetarlo. Llego, y me esperan con caras largas y preocupadas. Pregunto y me dicen, "sabe qué, arquitecto, el Chueco no está acostumbrado". El chofer del camión no se dio cuenta y activó el volcador. La hizo polvo, quedó en pedazos.

 

--¿Cómo se funda el museo?

--Por esa época, la señora del intendente organizaba unas recorridas de la ciudad para las mujeres de diplomáticos, y yo participé de algunas, que gustaron mucho. La señora del intendente me dijo que cualquier cosa que necesitara, la llamara, y yo le pedí 10 minutos con su marido no para pedir nada sino para ofrecer. Pasaron unas semanas, y me invitaron a comer. En la comida, el intendente me pregunta si estábamos juntando muchas cosas y yo le digo que realmente sí, y que me preocupaba que se guardaban en un galpón. Y, le dije, "usted está ahora, pero si le ofrecen otro puesto se va. Y el próximo ve el galpón y ordena que tiren los fierros na12fo02.jpg (12455 bytes)viejos para hacer lugar. Se pierde todo el trabajo". Le dije que había que crear algo que clasificara, fotografiara, investigara y exhibiera el material. En el ínterin, yo había propuesto crear en San Telmo una feria de cosas viejas. Pasan las semanas y de golpe, en octubre de 1968, me llaman a casa y me dicen que pasa el intendente a buscarme para ver el lugar donde yo proponía la feria. Fue en el auto que me dice que se había quedado pensando y que creía que era hora de abrir un museo que se ocupara de lo que habíamos juntado. "¿Usted se anima a hacerse cargo?". Yo ni creía que se iba a hacer, ni hablar de pensar en dirigirlo. Bueno, acepté y ahí mismo me acordé de que el edificio de la esquina de Alsina y Defensa, los Altos de Loriaga, eran de propiedad municipal. Paramos a verlo, el secretario anotaba. Y al día siguiente me llegó el nombramiento.

--Era director de un museo que no existía.

--Claro, me dieron oficinas en el Centro San Martín, que acababan de inaugurar. Hicimos algunas vidrieras, mostramos algunas piezas en el hall del cuarto piso. En 1969 le pusieron cartel de venta a la esquina de la farmacia de La Estrella, con lo que iba a desaparecer. Le hablé al intendente y compramos el edificio. Así fue que empezaron las exposiciones de dos meses de duración. No podíamos mostrar las rejas y las piezas grandes porque, ¿quién las movía? Entonces empecé a pedir prestadas cosas más chicas, que no podía tener por más de dos meses.

 

--¿A quién le pedía?

--A amigos, a cualquiera. Pedíamos tostadoras, sartenes, armábamos una exposición alrededor del nombre, que se transformó en característica del museo: nombres muy cortos, o larguísimos. Me decían que nadie iba a aguantar un nombre como "Dónde, cómo y con qué comieron y bebieron los porteños". Y funcionó mil veces mejor que "Exposición sobre la comida".

 

--Espere un minuto, ¿usted armó el museo pechándoles a los amigos?

--Claro, y a los de la Feria de San Telmo, que inauguramos en noviembre del '70 con 30 puestos y en tres meses tenía 270. Lo de la Feria fue fácil, porque enseguida se transformó en una gran familia, con gente que se disfrazaba y se ponía sombreros. Piense que en esa época, todo el mundo usaba saco y corbata, hasta yo iba de corbata los domingos a supervisar la Feria. Entonces, me prestaban cosas para las exposiciones, y me donaban cosas. Hay uno que siempre me traía los retratos: compraba lotes en casas y las fotos, que no se vendían, en lugar de tirarlas me las traía.

--¿Cómo organizaba las exhibiciones? ¿Con qué lógica?

--Había una espina dorsal: qué cosas generaban los porteños. Y había grandes grupos de temas: los edificios, por supuesto, las plazas y las calles, las personas, los sucesos, o sea las cosas que ponían a hablar a los porteños. Qué se yo, la descuartizada del lago de Palermo... la nevada de 1918... cosas que no son trascendentales pero todos compartimos. Desde el primer momento queríamos formar un gabinete fotográfico, le pedíamos a la gente que nos trajera esas fotos guardadas en el fondo de un cajón. En 1974 hicimos la primera exposición del país de tarjetas postales. En su época, eran un medio masivo. Hubo gente que por coleccionar tarjetas se conoció y se casó. La gente iba a las casas de los famosos para que le firmaran las tarjetas. Le golpeaban la puerta a Mitre, a Obligado... y les escribían versos enteros. Yo tengo varias en la colección. Era un juego, una parte de la comunidad.

 

--Desde el arranque fue un museo de lo pequeño. Parece que se adelantó a la moda actual de la historia de la vida cotidiana.

--Los argentinos tenemos la manía de creer que lo único que vale es lo magno. Somos grandilocuentes. Aquí vienen extranjeros que dicen que ellos no tienen un museo así. Un día viene un profesor de Heidelberg y me dice eso, y yo le dije "por favor, con los museos espectaculares que tienen ustedes". Por supuesto, me contesta, pero no tienen la vitalidad de éste. Debe ser que para mí, de partida, la consigna fue "la vida se toma en solfa". El patrimonio es para gozarlo, no para sufrirlo. Cuando hicimos la exposición de juguetes, el que vendía las entradas tenía un balero y cada uno que llegaba tenía derecho a dos tiros. Si acertaba, no pagaba.

 

--Me acuerdo perfectamente de esa exposición: mi hermano y yo vimos a nuestro padre jugar al balero... y se ganó su entrada.

--¿Vio? Después hicimos campeonatos de balero por tres años (antes de Sofovich) y descubrimos que las mujeres juegan mejor que los hombres.

 

--A los chicos les debe gustar su museo.

--Para mí es esencial el contacto con los chicos. Al principio era un problema, porque venían y las maestras les decían "no hablen", "hagan fila", "la mano en el hombre del de adelante". Y yo dije, basta. Para que los chicos se acuerden de nuestras caras y nos odien, mejor no hacer excursiones. Y por un año y medio no aceptamos excursiones, hasta que decidimos que si querían venir se tenían que bancar nuestras explicaciones. Entonces venían, les mirábamos las caras, les tirábamos dos o tres frases y veíamos qué cara ponían, y así les sacábamos un tema u otro. Santo remedio, quedaban totalmente enganchados. Imagínese que a un chico decirle que algo tiene 100 años no le dice nada. Pero decirle que equivale a diez chicos como él puestos en fila...

 

--¿La gente dona?

--Sí, y mucho. Nunca nos olvidamos de nuestra incitación a donar, y hoy puedo decir que entre el 75 y el 80 por ciento de nuestra colección es donada. Lo que hace que el museo sea válido porque lo hizo la gente de Buenos Aires. Nosotros explicamos que nos interesa cualquier cosa, hasta lo que parece basura. Nuestro cartel de donaciones es un tacho de basura con un NO. La gente nos trae una bolsa de residuos con cosas que nosotros siempre podemos juntar con otra cosa. Un día vino un señor a ofrecer moldes para hacer mosaicos de pisos, moldes de la fábrica Montanari, que había fundado su abuelo, la había seguido su padre y ya cerraba. Fuimos a la fábrica, en Núñez, me mostró los diez moldes que quería darnos y me hizo un recorrido de la fábrica. Y en el último patio, me encuentro como un friso en la medianera hecho con moldesna12fo02.jpg (12455 bytes) pegados. Eso lo iban a tirar o vender como material. Entonces le dije que si lo donaban, le hacía una exposición en homenaje a Montanari. Recibimos doscientos y pico de moldes, pero no teníamos las baldosas. Por lo que hicimos el Operativo Baldío: nos fuimos todos a los baldíos, con cortafierros, a sacar baldosas. Juntamos muchas, y encontramos como siete que coincidían con los moldes. También hay gente que nos trae cosas realmente importantes para ellos, lo que nos llevó a hacer una exposición que se llama "Qué exposición ni exposición", que vamos a usar para cerrar el milenio. Le pedimos a la gente que nos traiga algo que le sea muy querido, no importa el tamaño, puede ser una latita, un dedal, una foto, una tapa de un disco. Lo que pedimos es que sea importante y que cada uno traiga diez líneas explicando por qué lo es. Por supuesto, en préstamo, en dos meses lo devolvemos. La reacción fue increíble, llorábamos al leer las cartitas.

 

--¿Le pasa mucho que se despierten tantas emociones?

--Cuando hicimos la primera exposición de envases, que llamamos "Los envases de la nostalgia", vino un hombre de unos sesenta años que se quedó viendo la sección de latitas. Yo iba y venía por el museo, que usted vio que es una casa, con todos los ambientes conectados, y lo veía siempre parado ahí. Al final me acerco y le digo: "Parece que se quedó muy pegado a este lugar". Y el hombre se da vuelta, me mira, y veo que tiene los ojos brillosos. Con voz entrecortada me dice: "La latita de dulce de leche La Martona. La vi y recordé cuando mi abuelo me daba los cinco centavos los domingos para comprarla. Y me decía 'cuando saques la tapa tené cuidado, que corta'. Yo comía el dulce con el dedo". El hombre se acordó de sus tíos, de la casa familiar, le volvió toda una experiencia de vida. Esto nos pasa todo el tiempo. Hasta hay gente que encuentra parientes en las fotos. Un día estábamos aquí mismo, en La Puerto Rico, y viene volando el ordenanza a avisar que hay un hombre mayor enojadísimo, que quiere bajar un panel. Subo y me encuentro un hombre de más de 70 años, muy bien vestido, me acerco, me presento y él, furioso, me dice: "¿Con qué derecho colgaron esa foto? Esos son mis padres y ése soy yo". Lo calmé mostrándole el epígrafe de la foto, que señalaba cómo los padres posaban orgullosos para los amigos y, sin saberlo, para la posteridad. Me preguntó de dónde la había sacado y en el archivo averiguamos que la había donado uno de la Feria, que la había comprado en Emaús. Le hice ver que la foto podría haber terminado en la basura. El hombre se disculpó y me empezó a contar historias.

 

--Usted se define como un ciruja cultural...

--Desde hace años. Saco cosas de los volquetes, de los tachos, contagié a todo el personal del museo. Hace dos años hicimos una muestra fascinante, "Estos despojos maravillosos", en la que mostramos hasta una petaca de cuero crudo del siglo XVIII, un tapiz tipo Pompadour abandonado en la demolición de la autopista 25 de Mayo.

--Ahora está, por fin, expandiendo el museo con el reciclado de los Altos de Elorriaga, la casa de Ezcurra. Va a tener lugar para exhibir sus rejas.

--Vamos a tener una sala permanente para mostrar parte de la colección, mostrar progresiones en estilo, cambiarlas cada seis meses. Va a haber una sala fija que muestre la evolución de la ciudad a través de fotografías. El gabinete de fotografías tiene más de 35.000 negativos y casi 15.000 fotos originales. Eso, sin contar las fotos que sacamos nosotros. Pero el hecho de renovar lo que mostramos nos ha dado un resultado excelente: el público vuelve, incluyendo extranjeros que no se pierden el museo cada vez que vienen.

 

--Cuando usted empezó este museo, era la época de la fórmica, del desprecio a lo viejo, de remodelar los locales, tirar los mostradores...

--Así desaparecieron todas las panaderías de Buenos Aires, con los techos tapados con Fonex, aquellas varillas de metal.

 

--... pero treinta años después está de moda sacar el Fonex y ver si quedaron las molduras.

--Y, son treinta años de lucha, con muchas otras personas. Yo creo que la acción del museo fue capital. Mejor, la acción de la Municipalidad. La Feria se inaugura por tres razones. Una para tener un ámbito que tantas ciudades tienen, como Tristán Narvaja en Montevideo. Otra, para que sea un salón al aire libre del Museo. Y la tercera, que nos permitiera intentar recuperar el barrio de San Telmo, que era un cadáver abandonado. Muchos funcionarios se oponían porque creían que iba a ser un papelón, que nadie iba a ir a esa mugre. Mi terquedad y el apoyo de los que trabajan conmigo consiguieron que se hiciera. Y el apoyo de la gente fue instantáneo.

 

--San Telmo les debe a ustedes la ordenanza de protección de su patrimonio.

--Una de las funciones del museo es asesorar sobre los lugares de interés histórico y costumbrista. Estuvimos fichando y relevando cosas, y llegó el año 1978, cuando se le propuso a Cacciatore que dictara una ordenanza de barrio histórico, cosa que nunca había sucedido. Creamos una comisión y al mes salía la ordenanza. Trabajábamos viendo qué hacía la gente, qué se podía tocar y qué no, terminamos siendo un consultorio técnico gratuito. Fueron 144 manzanas, pero en 1982, ante una realmente feroz pelea de las inmobiliarias, cortaron en dos la zona. Salvamos la mitad y seguimos hasta 1991. Hicimos muchísimo, se salvaron casas, pasajes, ámbitos enteros.

 

--No se dedicaron exclusivamente a los edificios históricos.

--Un barrio es una familia, y tiene que estar el tío, el primo, el gordo, el feo. ¿Quién establece lo que es histórico?

 

POR QUÉ JOSÉ MARÍA PEÑA

Por S. K.

Flaco como un Quijote, hiperactivo, hablador, gran contador de anécdotas, el arquitecto Peña es una de esas instituciones vivientes que genera Buenos Aires. Como la cuenta él, la historia de su museo parece fácil: Peña no parece encontrar nada de más en haber convencido a una de las dictaduras truculentas de abrir un museo simpático, popular y con sentido del humor. Tampoco le parece notable haber conseguido la firma de Osvaldo Cacciatore, funcionario relevante del Proceso, para salvar San Telmo de la piqueta.

Peña lo logró, ayudado por un carácter empedernido y por sus buenos modales de muchacho fino. En los últimos treinta años salvó decenas de miles de artefactos, edificios enteros, cuadras del lado sur. Y se divirtió creando un museo que exhibe pelelas, cobra entrada con un balero, invita a la gente a disfrazarse de época, acepta donaciones de latitas viejas o de juguetes a cuerda.

Nada mal para un arquitecto que nunca construyó nada.

Hoy Peña se está dando un gusto largamente postergado. Desde hace 25 años, pide y pide a funcionarios de uniforme, de civil y de ideologías variopintas que le den dinero para salvar cuatro de los más antiguos edificios que le quedan a la ciudad. Es un conjunto en Alsina y Defensa, cuatro casas de principios del siglo XIX que incluyen la residencia de una pariente de Rosas. Peña recorre la obra que esperó por décadas y cuenta sin pudor que temía que los cimientos de adobe no iban a aguantar la desidia, que todo se iba a derrumbar.

Pronto, la ciudad tendrá más salas donde salvar un poco de la memoria, donde mostrarles a los chicos cómo vivíamos antes, cómo vivían nuestros abuelos y nuestros ancestros.

Y, si se pudiera calcular cuánto de la "moda" de reciclar y preservar les debemos a Peña y su museo, se podría calcular el tamaño del "gracias" que se ganó. Con unos pocos ambientes pintados de blanco, arriba de una farmacia, y revolviendo los tachos, como corresponde a un ciruja de la cultura.

 

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