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Por Luciano Monteagudo ![]() Aunque hoy se pueda leer en los créditos iniciales del film los nombres de Carlo Ponti y Dino de Laurentis, dos de los productores más poderosos del cine italiano de posguerra, no le fue sencillo a Fellini conseguir respaldo para La Strada, un proyecto sobre el que venía trabajando desde hacía años, cuando todavía se desempeñaba como asistente y guionista de Roberto Rossellini, uno de los padres fundadores del neorrealismo. Solamente el éxito de Los inútiles (1953), su tercer largometraje como director, le permitió a Fellini reactivar una película en la que nada creía salvo él y su mujer, Giulietta Massina, a quien estaba dedicado el personaje que luego ella haría legendario... Gelsomina. Por su parte, los productores solamente consideraban viable el film si Fellini se avenía a considerar a Solvana Mangano y Burt Lancaster para los personajes centrales. Pero Fellini se mantuvo fiel a Giulietta y a ese actor norteamericano, para él desconocido, llamado Anthony Quinn, en cuyo rostro veía al Zampanó de sus sueños. El resto es historia, pero historia viva, tanto como que la película, estrenada con indiferencia en el Festival de Venecia 1955, renace con cada nueva visión, como un milagro. En su minucioso modo de narrar el argumento, de dar cuenta de cada una de las peripecias del camino del hombre forzudo y su clownesca acompañante, Cabrera Infante ya va haciendo inferir la naturaleza de los personajes, desnudando su alma. Dice: "Zampanó es duro, Zampanó es cruel, Zampanó es Zampanó. Pero Gelsomina comienza a amarlo. Al principio, lo aborreció. No le tuvo odio, porque los idiotas no odian: simplemente aborrecen, hacen asco de lo que les molesta. Ahora, sin embargo, lo ama. Sufre, empero, la soledad de dos en compañía: Zampanó es indiferente a su existencia, le importa menos que uno de los eslabones de su cadena que rompe noche a noche. Zampanó, como siempre, se equivoca: Gelsomina es su eslabón perdido, aquel que al romperlo apretará la cadena y lo aprisionará al género humano". Caetano habla de la escena final, de Zampanó --un hombre que durante su vida sólo ha mirado con rencor hacia el suelo-- descubriendo de pronto, como una redención, las estrellas, el cielo. La crítica marxista de entonces, encabezada por Guido Aristarco, cuestionó ese momento como si se tratara de una conversión mística, de una traición. La crítica fenomenológica, en cambio, elogió el final porque revelaba la existencia de un misterio, sin necesidad de trascenderlo. Por su parte, Cabrera Infante, sin dejar de anotar su disidencia, escribió: "No obstante, La Strada es una de las más hermosas y perfectas oraciones de caridad desde que se enunció el Sermón de la Montaña y tardará mucho en venir, si es que viene, otro film tan humano, tan rico de ventura". Hay algo que no deja de impresionar hoy de La Strada y es --en un film que aparece en un momento crítico del neorrealismo-- el extrañamiento que es capaz de crear Fellini, ese mundo de la película que es a la vez realista y poético. Se ven campos, pueblos, paisajes, casas humildes y, sin embargo, no parecen participar de otro universo que no sea el del sueño, como cuando Gelsomina, a la vera de una ruta, ve pasar a tres músicos ambulantes, marchando hacia ningún lugar; o esa noche en la que despierta en la calle, con el ruido de los cascos cansados de una yegua preñada. Los personajes de La Strada son gente simple, pobre, desheredados, sin ningún poder natural ni sobrenatural y, sin embargo, los sucede una aureola, los habita el misterio de la pureza, aun en sus actos más abyectos, como cuando Zampanó descarga toda su furia contra "Il matto", ese equilibrista que le recuerda que él no sabe volar, ni siquiera con la imaginación. Como decía Cabrera Infante: "Si a algo se acerca La Strada es a un neosurrealismo cristiano en que las viejas imágenes sorprendentes, el aura de sueño, el realismo mágico y el absurdo cotidiano, están puestos al servicio del amor".
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