Uno
de los hechos que marcó más a fondo la conformación de mi temperamento artístico fue
haber visto La strada, a los 15 años, en el Cine Subaé en Santo Amaro da Purificaçào,
mi pequeña ciudad en el interior de Bahía. La cara de Giulietta Masina quedó en el
fondo de mi alma como una instancia metafísica universal. Pero lo que me hizo llorar --y
pasar aquel día completo sin poder comer-- fue constatar que Zampano, tambaleándose en
la playa en la escena final, miraba por primera vez al cielo. Pensé, asombrado: ésta es,
en rigor, la historia de un hombre que nunca había mirado el cielo y que lo hizo cuando
quedó destrozado. Pasé el resto de la adolescencia soñando que conversaba con Federico
y Giulietta. En esas conversaciones casi que descubría el misterio de mi propia vida.
Pasaba horas tocando el tema de La strada en el piano. Don Angelo Rato Grosso, un
carnicero mulato semialfabetizado que tocaba el trombón en la banda de música, salió
del cine llorando y diciendo: "Esta película es la vida de la gente".
Después vimos Le notti di Cabiria y la
maestría de Fellini y de Masina se nos confirmó madura, exuberante. Ella realmente, más
que un rostro o una entidad, era una actriz extraordinaria. Y Fellini, un director con
pulso firme para grandes escenas de multitudes, para las atmósferas urbanas complejas, de
onirismo desbordante. Todavía pienso que es el film más perfecto que dirigió. La dolce
vita sería el primero de una serie que anunciaba que aquel realizador estaba dispuesto a
quedarse en la historia del cine. Era inquietante: fui a verlo unas diez veces cuando fue
estrenada en Salvador. Es el mayor triunfo de Fellini y parece haberle abierto y cerrado,
al mismo tiempo, todas las puertas de la creación. De ahí en adelante, pasó a hacer
películas destinadas a exhibir que podía hacer todo lo que quisiese.
Una libertad real --la libertad de mantenerse
en contacto con los puntos esenciales de su verdad personal-- fue siempre su compañera de
camino. Esa liberta resurge en cada instante en que la magia se instaura inesperadamente
en una escena, en la relación del sonido o el silencio con el movimiento de los
personajes, en la reconstrucción de la realidad. Para mí, eso es tan verdadero que, aun
después de parecer esclavizado por la profusión de fantasmas y elementos bizarros que
todos esperaban de un film suyo, obras como Y la nave va... y Amarcord se probaron tan
perfectas, a mis ojos, como Le notti di Cabiria, y tan profundas como La strada. Y la nave
va... es, creo, uno de los mayores films de fin de siglo.
Soy de un país extraño. Fellini se
enorgullecía de que el título de La Strada se había mantenido fiel al original en todos
los países del mundo. No sabía que en Brasil el título había sido cambiado por el más
vulgar --aunque no impertinente-- Na estrada da vida (En la calle de la vida).
Hago música popular y tengo pasión por el
cine. Mi música está llena de imágenes invisibles que vienen de las pantallas. Las
imágenes escondidas en el fondo de mi sonido, las que marcan más decisivamente su
sentido, vienen de los films de Fellini.
* Fragmentos del texto que Veloso escribió antes de un recital en homenaje
a Federico Fellini y Giulietta Masina, que ofreció hace dos años en Rímini. El
repertorio de ese show originó su flamante nuevo disco, que la semana pasada salió a la
venta en Brasil y en breve se conseguirá aquí. |