Por Eduardo Rosenzvaig Desde Tucumán Un
campo de exterminio que ni figura en el Nunca Más. Era pequeño, escondido al borde de la
selva. Su particularidad es que de Caspinchango nadie salía con vida. Los que entraban lo
hacían para ser torturados hasta morir, supieran o no supieran algo. Para los represores
era como un entretenimiento de la Guerra contrainsurgente, tal vez un premio por estar tan
lejos, tan perdidos, tan en el final del mundo. Allí Antonio Domingo Bussi, entonces
gobernador militar de Tucumán, torturaba personalmente, como lo cuenta por primera vez el
ex conscripto Domingo Antonio Jerez.
El lugar. Caspinchango era un punto en el departamento de Monteros, Tucumán, al norte del
ex ingenio Santa Lucía (también antiguo campo de concentración). En 1884, al pie de la
montaña, al pie de la selva, se fundaba allí un ingenio. Ahora está cerrado. No
alcanzaron a llegar los rieles del ferrocarril y no pudo más. Pasó a colonia cañera del
ingenio Santa Lucía, y después ese ingenio también cerró. Durante la era Videla, las
tierras eran de la desaparecida Compañía Nougués Hermanos. Luego las compraría el
grupo Macri, para citrus. En lo que había sido el galpón de la vieja fábrica funcionó
el campo de concentración.
El chofer. El conscripto era del lugar. Sabía conducir y entendía de mecánica. Manejaba
camiones y unimogs. Disciplinado y silencioso. Lo enviaban a todas partes en vehículo.
Así fue como empezó cargando gente y llevándola a los distintos campos de prisioneros,
como Caspinchango, Santa Lucía, Nueva Baviera, la Escuelita de Famaillá. Ellos confiaban
en su silencio campesino. Soldado del 76 al 77, estuvo 16 meses de conductor.
Nació en 1955, se llama Domingo Antonio Jerez, vive en Aguilares, Tucumán, y es taxista.
Se decidió a hablar porque hace años que no puede dormir, dice. Veintidós años que no
puede.
La rutina. Por las noches en Caspinchango el chofer tomaba mate y esperaba. Los oficiales
y suboficiales cenaban con whisky o vino, pero generalmente whisky. Jugaban a los naipesy
se ponían un poquito en curda, cuenta Jerez. Después entraban al galpón,
mirando a los detenidos que aguardaban con los ojos vendados. El chofer los había traído
en camión. Cuando llegaban los secuestrados, les daban sopa salada. Era la última comida
y la última bebida hasta que por fin morían. Los más fuertes aguantaban algunos días.
Los más débiles algunas horas. Empezaba la rutina así, con cena y naipes. Después,
oficiales y suboficiales echaban agua con un tarro a los maniatados. Seguía la corriente
eléctrica. A los cables, dice Jerez, los preparaban ellos especialmente. De
la corriente se continuaba por las uñas. Les metían agujas bajo las uñas y a
veces las arrancaban, pillaban una tenaza así y arrancaban. Pegaban un salto en el piso,
se desmayaban. Los dejaban un rato, se componían un poco y volvían a torturar. El
chofer dice que hacia el final de la noche llegaban las minas a los cuartos de
los ejecutores. ¿Después de las torturas entraban las mujeres? Sí, después. La tortura
funcionaba como una droga. La dosis nocturna los calmaba. Antes, a veces, dejaban a los
secuestrados colgados de ganchos. Como se cuelga la carne, de espalda.
Las risas. ¿Ellos torturaban de noche o de día? La mayoría de las veces de noche.
Ellos se divertían casi toda la noche.
Las mujeres embarazadas. Dice Jerez: Lo que yo sí sé, que a las mujeres de
encargue que han agarrao en Santa Lucía y Caspinchango, las han torturado y las han
muerto. Les ponían el fusil en la vagina. Tuvieron a una flaquita, morochita, gente de
campo. Esa mujer estaba de encargue de aproximadamente cuatro meses, se le notaba poco; a
ella le han hecho iniquidades. Eso fue en Caspinchango. Me acuerdo que andaba de
pantalón, tenía roto el pantalón y por ahí con el caño del fusil. De ahí diría yo,
entre mí, ¡uh!... algún día pueden esperar un castigo de Dios, lo queestán haciendo
éstos. Las mujeres que estaban de pocos meses morían en la tortura, pero las que estaban
bien embarazadas eran trasladadas.
Los dueños del mundo. El chofer asegura que ellos eran dueños del mundo. Él
tomaba mate afuera. Adentro había gritos terribles. Olor a carne descompuesta. Olor a
vinagre. Calcula que en Caspinchango fueron asesinadas más de doscientas personas, la
mayoría gente del lugar, que jamás había estado en la guerrilla, dice, ni visto un
arma. Las órdenes se cumplían o lo mataban, justifica ahora. Supo de un soldado que
asesinaron los mismos oficiales. Eran los dueños del mundo.
Los habitantes. El campo tuvo algunos habitantes reconocidos por el chofer, pero él no
conocía sus nombres. De todos modos los mataban a todos. Panchito era uno. El hacía
planos de los cerros para los oficiales como si fuera ingeniero o algo así.
En secreto, le pidió al chofer que avisara a su familia en la ciudad que estaba
secuestrado. Le dio la dirección, pero el chofer se la olvidó. De todos modos no podría
salir, dice. Panchito era una persona inteligente, les hacía trampa. Ellos
decían que era guerrillero. Le ponían una granada en la boca para que declare. Era muy
inteligente. Después lo matan.
El Gringo. Sobrevivió diez días. Ninguno había aguantado tanto las torturas. Un rubio
grandote, muchachón. Lloraba, decía que no tenía nada que ver. Lo hacían gritar
¡Viva Perón! y entonces le pegaban. Él tenía así los dedos, tenía
atao con soga, tenía extremosos los dedos y la cabeza. A culatazos. Otra se llamaba
la Ñata. El chofer le dio una vez agua a escondidas. La han matao.
El juego. A un hombre del lugar lo dejaban escapar después de las torturas. Regresaba a
su rancho, donde estaban su mujer y sus niños. Entonces ellos volvían a asaltar la casa
de noche, volvían a secuestrarlo, a torturarlo y a hacer que se escapara otra vez. Era
como un juego. Así hasta que lo mataron. Lo mató el teniente Valdivieso, que le
pegó un tiro en la sien. Una noche eran tres y ellos dicen, vean le vamos a
dar una oportunidad para que disparen, si disparan quedan en libertad. ¡Claro!, los
hombres atao por atrás, esposados, vendados los ojos; ellos han saltao del camión, pero
de arriba del camión los han acribillao a balas. Esa noche tuvo a los tres muertos
en el camión. Uno era un hombre canoso, de edad. Del camión goteaba la sangre. Al
otro día me hacen sacar gasoil del camión; un bidón entreverao con nafta. En el
monte cavaban y con el combustible extra del camión prendían fuego a los cadáveres.
Después tapaban. A veces no querían hacer el pozo, demasiado trabajo, y tiraban los
cadáveres en la calle de atrás del cementerio en la ciudad de Aguilares.
Los enfrentamientos. Cuando ellos no lo querían a alguno mismo del ejército o
pensaban que podría estar en la guerrilla, ellos mismos hacían la emboscada. Ésos eran
los tiroteos que ellos decían.
Los nombres. El chofer recibía órdenes de torturadores. Desea recordarlos. Teniente
primero Valdivieso (se ponía bigotes postizos para salir de civil),
subteniente Oneto, el capitán Zapata, Colotti, el jefe de regimiento teniente coronel
Alais. Venía mucha gente de San Juan, del norte, del Servicio de Inteligencia. Me
acuerdo del sargento Franconnielli, también era torturador, el sargento Zurita.
El gobernador. Esa noche hubo mucho movimiento, decían que había dos detenidos
importantes, con las muñecas atadas con sogas de nailon. Bussi siempre andaba. Una
vez lo han hecho llamar del Timbó Viejo, lo han hecho llamar exclusivamente para esa
noche. Porque han agarrao a dos personas y este hombre ha ido. Estábamos parando en una
escuela que había ahí (la número 256). Nosotros estábamos acampando a la vuelta de la
escuela en una carpa. Yo he visto a dos, pero había más. Pero por esos dos
exclusivamente ha ido Bussi.
¿Estaban vestidos los prisioneros? Siempre los tenían así en slip, bien
atados con sogas, boca abajo.
¿Bussi iba con una comitiva?
En auto, se me hace que alguien lo habla porque ha llegado de noche, como a las
nueve de la noche.
¿El vio a los prisioneros?
A él lo hacen pasar para adentro, entonces yo miro por una rendija que había, no
por la puerta, había que cuidarse de todo, y ahí empezó a garrotiarlos como dos horas,
preguntándoles cosas, haciéndolos sufrir. Raro era al que no lo hacían sufrir. Bussi ha
agarrao con una manguera a garrotiar hasta que los ha muerto. Esa noche los ha muerto a
esos dos personalmente. Al otro día nos han empezao a regalar cajas de cigarrillos, me
acuerdo a mí me han regalado tres cajas. Yo no fumaba pero lo mismo he agarrao a fumar
porque eran cigarrillos finos.
¿La manguera estaba rellena con algo?
La manguera era gruesa, preparada para eso, pero los ha tenido a garrotazos por la
espalda, la cabeza. Tendrían treinta años para arriba. No sé si será que ellos
vendían cigarros...
¿Eran personas de qué tez?
Medios blanquitos eran.
¿Cómo sabe que los matan?
Los matan porque ya han quedao tirados al último y decíamos éstos ya
están. Vayan nomás, dicen, y tirenlós.
¿Y los dos cadáveres?
Bueno, ahí se encargan ellos, los oficiales, los suboficiales. Estaban el capitán
Zapata, el sargento Zurita, sargento Palomino y no me acuerdo de los otros que había.
¿Eso fue en qué año?
}Finales del 76.
Los niños. Niños se veían en Santa Lucía, en el Arsenal (la Compañía de
Arsenales Miguel de Azcuénaga)... A ellos no les importaba la edad. ¿Los
torturaban igual? No les importaba que tengan ochenta, noventa años, si es
guerrillero. Todos eran guerrilleros. Había gente que no se le secuestraba ni un
revólver para matar gato. Por eso decía yo, me parecía raro que un guerrillero, me
imagino, no va a estar desarmado, opino yo.
Los cerros. Bueno, a los detenidos se los sacaba de las casas y se los llevaba a las
bases, se los metía en piezas que tenían siempre para torturar.
¿Usted veía cuando los sacaban de las casas?
A veces veía, pero a veces ellos me hacían esperar en tal parte y se bajaban a
pie, caminaban un poco y los traían.
¿De dónde es usted?
Yo trabajaba en agricultura. Soy criado en el campo, zona de Alpachiri. Ellos me
utilizaban mucho a mí porque a los cerros esos los conozco mucho.
El helicóptero. Subieron, una vez, unos diez cadáveres a un helicóptero. Jerez cree que
los tiraban al dique El Cadillal, porque les ponían pesas.
Barras de fierro. Ahí había un taller grande, había muchos fierros en
Caspinchango. Había un viejito que sabía soldar, parecía hombre del Santa Lucía (ex
ingenio), empleado viejo y vivió ahí con nosotros.
El mate. Siempre tomaba mate con el sargento, que era muy bueno, no se metía en
nada, me acuerdo, sargento Bionti. Siempre hablábamos de mujeres y más o menos qué
haría uno cuando se case. Los otros torturaban nomás.
Los guerrilleros. Le digo sinceramente yo no he conocido guerrillero, guerrillero. A
los guerrilleros los veo en la tele, que son guerrilleros, tienen armas. Si hubieran
existido guerrilleros aquí no sé si éstos (militares) la sacaban bien. No son para
guerra ellos. Ellos son para sacar gente de adentro, fácil, cosa que yo también puedo
hacer con los sin armas, queriendo ¿no? Puedo sacar a cualquiera de noche. Le pego un
tacazoa la puerta y le pego con familia y todo. Ellos hacían eso, todo fácil. Justamente
al poco tiempo, Malvinas, viene la guerra y nos han hecho pasar vergüenza.
La noche. A veces de noche me despierto y me pongo hasta que le pido a Dios que me
haga dormir.
El final del gran dictador
Por Irina Hauser
Antonio
Domingo Bussi se paraba a cinco o diez metros de la fosa. Lo suficientemente cerca como
para ver el cuerpo retorcido y el rostro sufriente de la persona arrodillada, de espaldas,
que estaba a punto de ser fusilada. Lo ayudaba el comandante de Gendarmería Eduardo
Jorge, que en 1997 terminaría dirigiendo la represión de Cutral-Có. El ritual de las
ejecuciones se repetía periódicamente. Los cadáveres caían al hueco y después los
quemaban. Bussi observaba. A veces se encargaba él mismo del primer disparo. Una década
más tarde las paredes de Tucumán lo veneraban: Bussi es Dios, se leía en
las calles.
Era el anuncio de la vuelta del general, que se postulaba para gobernador tucumano en las
elecciones de 1987, hace ya 12 años. Los 100 mil votos recolectados no le bastaron para
triunfar, pero sellaron su eterno retorno desde los campos de exterminio. Pese a los 400
desaparecidos de la represión en Tucumán y las denuncias de corrupción, desde 1995
Bussi pudo jactarse de ser un gobernador elegido por el voto popular gracias a sus
promesas de orden.
El general nunca hizo nada por disimular su pasado sangriento. En el 87, plena
democracia, anunció con orgullo el reingreso de las Fuerzas Armadas en la
sociedad. Fue cuando el partido conservador Defensa Provincial Bandera Blanca, que
lo postulaba, se agenció el 18 por ciento de los votos y logró convertir en diputado a
su líder de moño rojo, el abogado Exequiel Avila Gallo. De ahí en más no dudaría en
incluir alusiones a la época de la dictadura militar en su repertorio proselitista.
Durante su maratón político, el general de ojos azules y puño de hierro
-.como lo pintó el Wall Street Journal siguió aclarando una y otra vez que no
tenía nada de qué arrepentirse. Practicó con descaro la gimnasia semántica de
reemplazar las palabra secuestro por detención de personas sospechosas,
represión por operaciones militares y desaparecidos por víctimas del
accionar subversivo. Sólo se había limitado a abandonar su uniforme de campaña y
los característicos anteojos de marco negro grueso. En 1989 su propio partido, Fuerza
Republicana, se convertía en la segunda fuerza de la provincia mientras que Avila Gallo,
devenido su contrincante, masticaba la bronca entre bocados de empanaditas de dulce de
cayote.
La derrota que sufrió Bussi contra Ramón Palito Ortega en las elecciones
provinciales de 1991 quedó casi como un recuerdo accidental. Cuando en 1995 logró que el
pueblo tucumano lo eligiera gobernador con el 46 por ciento de los votos, recicló de un
saque y en hechos concretos los tics, las costumbres y la liturgia procesista adquiridos
en sus veintidós meses de gobierno de facto, entre 1976 y 1977, y cuando comandó el
Operativo Independencia en 1975.
Hacía mucho que no se escuchaban tantas canciones patrias juntas en la ciudad. En su
primer discurso juró que arrojaría a los vagabundos fuera de Tucumán, igual que durante
la dictadura, cuando los deportaba a Catamarca. Un buen día de 1996 recibió con un
revólver sobre su escritorio al intendente opositor de Concepción, Osvaldo Morelli. Y
eso sin contar su abierta defensa del Malevo Ferreyra, ex jefe de la policía
provincial condenado por triple homicidio, a quien terminó favoreciendo con una
reducción de pena.
Si Bussi pudo llegar hasta ese punto no fue sólo porque resultó un buen socio del
gobierno central, sino porque en 1986 lo tocó la varita mágica de la ley de Punto Final
que lo salvó de la cárcel después de haber estado procesado como responsable de
secuestros, torturas y desapariciones. En diciembre de 1984 la Comisión Bicameral había
entregado a la Justicia un informe en el que daba cuenta de la existencia de 33 centros
clandestinos de detención en Tucumán. Entre esas denuncias estuvo incluida la
queformuló el ex gendarme Germán Torres, que fue quien finalmente aportó los detalles
sobre los fusilamientos que Bussi dirigía en el centro clandestino que funcionaba en el
comando de arsenales Miguel de Azucena.
A las 400 desapariciones que se le atribuyen, este año la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos agregó una denuncia ante el juez Adolfo Bagnasco por su responsabilidad
en el plan sistemático para apropiarse de los hijos de desaparecidos. El juez español
Baltasar Garzón le trabó un embargo de bienes por alrededor de cinco millones de
dólares entre 17 propiedades inmobiliarias y cuentas bancarias. En la Argentina se lo
investiga por presunto enriquecimiento ilícito y la Justicia todavía espera que
justifique el incremento patrimonial que logró desde 1976. La esposa del gobernador,
Josefina Bigolio, ha tenido un rol clave en su vida económica. Buena parte de las
posesiones, de hecho, están a su nombre.
Después del apretado triunfo justicialista en junio de este año, Bussi entró en una
carrera desesperada por conseguir algún tipo de fueros que lo protejan del avance de las
investigaciones judiciales en su contra. Logró ser legislador provincial electo y es
primer candidato a diputado nacional por Fuerza Republicana. Sin embargo, tanto en la
Legislatura como en Diputados encuentra un panorama adverso. Su única salida más segura
estaba en el Senado, donde hallaría respaldo del PJ. Pero por ahora no pudo ser.
La crisis social y política que envuelve ahora a Tucumán parece haber unificado los
dolores presentes y pasados. Tal vez, al fin y al cabo, haya instalado un basta para
Bussi.
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