Por Cecilia Hopkins Autor de Criminal y
Geometría, entre otras obras, Javier Daulte elaboró Faros de color, su más reciente
texto, a partir de lo que fue ocurriendo entre los actores en la sala de ensayos. Con
la necesidad de realizar una experiencia donde lo actoral ocupase un lugar de
privilegio, según escribe en el programa de mano, el joven dramaturgo dirigió,
además, el espectáculo resultante junto a Gabriela Izcovich (directora de Nocturno
Hindú), aquí también integrante del elenco. No hay nada en el gran espacio del Galpón
del Abasto, ni objetos escenográficos, ni siquiera utilería. En esta puesta minimalista,
apenas una puerta al fondo de la sala es el único elemento visible que utilizan Jeremías
y Rafaela (Carlos Belloso y la propia Izcovich), la pareja que llega de una fiesta, algo
alcoholizada y con ganas de discutir. Los portazos rubrican discusiones y malos
entendidos, aparte de aludir a una serie de lugares exteriores, donde se cumplen oscuros o
insólitos episodios. Se menciona un crimen y un autor posible, y se va gestando una vaga
trama policial. Lo que agrega un dato desconcertante es la irrupción de un hombre
físicamente idéntico (¿hijo, gemelo?) al protagonista masculino, jugado con efectividad
por Belloso. En Faros... el humor (incluso el humor negro) tiene un lugar muy importante,
germinado entre situaciones absurdas que van cobrando forma entre ataques o repliegues de
los personajes, siempre en un tono sorpresivo e imprevisible. El extrañamiento que
producen las situaciones también está muy presente, algo que ha sido subrayado por la
dirección a través del manejo de la distancia a partir de la cual se relacionan los
personajes entre sí. Cuando se suma a la pareja el personaje interpretado por María
Onetto, el disparate es completo: se trata de una mujer reconstruida en plástico a causa
de un accidente. En torno de esa cuestión resucitan antiguas culpas y responsabilidades
que, sumadas a los actuales resquemores que sobrevuelan el ambiente no hacen más que
enrarecer aún más las relaciones. El texto de Javier Daulte es muy ambiguo y, en
consecuencia, abierto: la palabra no clarifica nada, sino que da pie a un gran repertorio
de ocultamientos y tergiversaciones tendenciosas. El trío de actores asume sus textos con
un comportamiento tan críptico como risible. Pero a pesar de su buen desempeño, con el
correr de la obra los mecanismos de confusión comienzan a repetirse y la anécdota se
trivializa perdiendo su atractivo inicial.
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