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El presidente que no podía ser


Por Miguel Bonasso

Ya está. Lo que más temía ya le ocurre. El gran derrotado mira sin ver, a través de los cristales del jardín de invierno de la quinta Don Tomás, el campito futbolero donde se desenchufa de los avatares de la política soñándose el genial centroforward (de Banfield) que no pudo ser.
Encima de todo –piensa– habrá que cumplir la palabra empeñada y donar esta magnífica quinta de San Vicente a los chicos desvalidos. Antes del 24 no era un gran sacrificio, porque estaba la posibilidad de habitar esa otra Quinta que el Turco farandulizó, pero Chiche hubiera podido redignificar rociando el inquietante colchón presidencial con agua bendita y alcanfor. Le quedan, ciertamente, otras propiedades, urbanas y rurales, para disfrutar antes que la muerte irrumpa como el ladrón bíblico y pase, amortajado en gris, a la Historia. Pero no es lo mismo. ¿Qué se hizo de la buena estrella que lo llevó a convertirse en el gobernador con mayúsculas, en una suerte de brigadier general con celular?
En la habitación contigua, blanca, enjalbegada, el ajedrez bosteza junto con la chimenea y sus caballos mustios no logran explicarle cuál fue la jugada fallida que lo condujo a la derrota. Ha caído en la más formidable de sus recurrentes depresiones y ya ni la medicina salvadora que le recetó su amigo, el médico de la familia Horacio David Pacheco, logra remontarlo. Apocado, temeroso de esa otra soledad que se avecina y es peor que la del poder, piensa aterrado en el final anodino de ese Antonio Cafiero que él ayudó a derrotar. Piensa en la maldición que pesa sobre los gobernadores bonaerenses y en el anatema gitano que vomitó un Carlos Menem lloroso cuando su amigo Alfredo Yabrán se pegó el escopetazo en San Ignacio: “Si depende mí, el Cabezón no va a ser nunca presidente”.
Tal vez prefiere creer que fue el Turco quien lo derrotó. El demiurgo riojano que lo llevó en el Menemóvil del Ronco Lence al primer plano de la política nacional. El cerebro perverso que más admira, odia y teme. No se resigna a pensar que le ganó la pulseada un hombre aún más insípido que él. Y la sombra de un sollozo le atraviesa la garganta al imaginar a Inés Pertiné asperjando el colchón presidencial en lugar de su Chiche. No hay nada que hacer: la canasta uruguaya le ha ganado al truco; la Biela se ha impuesto al bar Gallardón de Lomas; la única iglesia que cuenta es la del Pilar; los enanitos de jardín lloran su destino suburbano. Ya no podrá ser nunca alto, rubio y de ojos azules. La peor encuesta de todas, que es la elección, lo ha restituido brutalmente a su metro sesenta y pico. Y a sus 58 años. Ya es tarde para ser centroforward.
Pronto la cohorte de adulones y alcahuetes se desvanecerá en el aire, como las damas y los caballeros del rey Don Juan. Dejándolo a solas con la familia y los más íntimos, como Bujía. El sustituto de su hermano, aquel “Negro” Bujía que lo introdujo ante su antecesor y padrino político, el Tano Victorio Calabró; el alcahuete de los militares; el oscuro tesorero de la UOM; el hombre que conspiró junto con el Brujo José López Rega para hacer aparecer la digna renuncia de Héctor Cámpora como un golpe de los “leales a Perón”.
Tal vez pueda ser senador, como Cafiero, figurón homenajeado en melancólicos banquetes de cantina, pero ya habrán pasado los quince minutos de gloria que prescribía Andy Warhol para todos los mortales. Nunca más los estadios y las plazas, que se disputarán los nuevos barones del peronismo feudalizado. Nunca más el centro de la escena. “Aunque, ¿quién sabe”, se ilusiona. “¿Acaso no decía Perón que en política nadie se jubila?”. Es evidente que la medicina del doctor Pacheco, que acaba de administrarle Chiche, finalmente le está haciendo efecto. Aunque no tanto como para conducirlo a una autocrítica en profundidad. Porque Eduardo Alberto Duhalde, el gran derrotado del domingo, no alcanza a descifrar las causas de su desgracia.
No entiende, por ejemplo, que era imposible ser delfín y opositor al mismo tiempo. Que el hartazgo generalizado de la sociedad frente a un modelo conservador y excluyente, debía alcanzarlo a él que fue, al cabo,uno de los principales protagonistas de una “revolución productiva” que acabó en la desocupación más alta y sostenida de la historia. Que el ciudadano menos avisado se pregunta con lógica implacable por qué no intentó como gobernador el cambio que prometía como candidato presidencial. Durante su largo mandato la provincia de Buenos Aires contó con recursos extraordinarios (los 700 millones de dólares adicionales del Fondo para el Cono Urbano que recibió cada año). Pero esos cinco mil millones de dólares no sirvieron para alentar a la pequeña y mediana empresa, para frenar índices de mortalidad infantil que la emparentan con Africa, para lograr siquiera que la población de la pradera más fértil del mundo coma todos los días. Como comía en los tiempos superados y “estatistas” del primer Perón, cuando el consumo de carne por habitante era el más alto de la Tierra. Los que votaron contra Duhalde (entre los que hay muchos peronistas) saben que los generosos presupuestos fueron mal administrados, con costos inflados por contrataciones directas que beneficiaron a un puñado de empresas, entre las que descuella la del constructor Carmelo Gualtieri, que pasó en siete años de un capital de 3 millones de dólares a uno de trescientos. Como tampoco desconocen que el entramado de la corrupción abarca muchas intendencias, donde el aparato clientelista del duhaldismo se alimentó con las recaudaciones de una policía corrupta, agigantando el modelo delictivo del conservador Alberto Barceló y su pistolero Ruggerito, con la caja exponencial del narcotráfico. Y tanto lo saben, que cuando la caravana de la Alianza, pasaba por las calles desalmadas de La Matanza, el grito de guerra de los humillados y ofendidos era: “Acaben con los chorros”.
Es improbable que el gran derrotado entienda que se planteó un imposible teórico. Que careció de la grandeza y de la capacidad estratégica de revisar a fondo sus propios errores para romper de verdad con todo lo que el menemismo representa. Como decía en privado su vicegobernador Rafael “Balito” Romá ya en 1997: “Está dispuesto a separarse pero no a divorciarse”. Varias veces jaqueó a Menem y hasta lo hizo desmontarse de su proyecto continuista con la amenaza de un plebiscito provincial. Pero no supo aprovechar la ventaja para llevarlo al mate. Su crítica inorgánica al modelo –que bastó para irritar a un establishment con la piel muy fina– no llegó a convencer a las víctimas del mismo, porque nunca pudo asociar el proyecto de su aliado Domingo Cavallo –que vio como etapa “necesaria”– con las consecuencias que tardíamente vino a denunciar. Como tampoco entendió que la alianza con la UCD, que resucitó por esta campaña, no era transitoria, sino decisiva para vaciar al peronismo de su contenido histórico, impidiendo que renaciera para sustituir al menemismo.
Y lo mismo le ocurrió con esa policía que alguna vez consideró la mejor del mundo. La depuró a medias cuando advirtió que era un lastre insalvable para llegar a la Rosada y al final de la campaña dio marcha atrás, reemplazando a León Arslanian por Osvaldo Lorenzo, en un verdadero golpe de estado provincial que condujo su inseparable Alberto Piotti, el ex secretario de Seguridad que muchos han visto como gerente de los comisarios más corruptos. Hasta desembocar en la masacre de Ramallo. Montada, según algunos periodistas, para que las cámaras de Duda Mendonça recogieran lo que debió ser un triunfo del “metan bala” propuesto por Carlos Ruckauf y la bestialidad de los conspiradores convirtió en boomerang. Entonces se desprendió de Lorenzo y dijo –con la volubilidad que lo caracteriza– que Arslanian había sido su mejor ministro de Justicia y Seguridad. Logrando en una sola jugada la desconfianza de los comisarios de Piotti y la de vastos sectores de la sociedad que asocian a la Bonaerense con la promoción y conducción del delito y no precisamente con su contención. En una reiteración de su estilo vacilante, impulsivo, huérfano de estrategia. Que confunde el necesario realismo del conductor, siempre atento a las fluctuaciones del ánimo popular, con el seguidismo acrítico de las encuestas. El gran derrotado mira el tablero y busca la Dama, la pieza con la cual gusta asociarse, “porque conduce y ordena el juego”. Pero no está. Se olvida que él mismo la entregó hace tiempo.

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