Por
Eduardo Aliverti
Quien
firma estas líneas bien pudo haberse ahorrado el trabajo de escribirlas
y, en su lugar, haber copiado, casi literalmente, las que suscribió
hace dos años, o cuatro, o seis, u ocho, acerca del papel electoral
de la izquierda. También, pudo redactarlas sin necesidad de esperar
el resultado de las urnas.
Es difícil pretender originalidad analítica en la descripción
del divisionismo izquierdista. Ya se habló hasta el hartazgo de
la mentalidad sectaria, de las tendencias destructivas, de los personalismos.
Pero cuando esa fenomenología permanece y, aún más,
se profundiza con el correr del tiempo (mucho tiempo, ya, si se lo mide
en términos de repetición de errores), es obvio que deber
revisarse el diagnóstico. En este caso, para ratificarlo. Por vía,
precisamente, de que es imposible que chocar tantas veces con la misma
piedra no haya producido ni capacidad de autocrítica ni, por lo
tanto, correcciones de rumbo.
Ayer, de nuevo, la suma de votos del conjunto de alianzas y fuerzas de
izquierda dio una cantidad que debería ser más que respetable
para llamar la atención en torno de lo necesario de la unidad.
Sin ir más lejos, hubieran figurado en las encuestas en lugar del
rubro otros disponiendo así de alguna inserción
mediática (de cuya carencia, no sin razón, viven quejándose).
Algunos analistas indican que sumar de ese modo es incorrecto porque no
se trataría de frutas, diferentes pero todas frutas; o de prendas
de vestir, diferentes pero todas prendas de vestir, sino de a esta
altura del partido juntar bananas, elefantes, espárragos
y escarabajos. Puede que sea cierto en tanto la persistencia de la división
ya lleva años. Pero también es cierto que, visto desde la
vereda de los votantes del sector, es inconcebible imaginar grandes diferencias.
Los une una contundente oposición al modelo, y si hay consenso
acerca de tema semejante la única deducción es que votan
divididos por minucias (historias personales, revanchismos, ortodoxias
extremas que desaparecerían de forjarse la unidad. Para no hablar
del segmento de los votos en blanco, del que podrían haber recogido
un buen trozo en términos de las aspiraciones numéricas
que la izquierda puede tener hoy en este país.
Con excepción de Izquierda Unida, no sólo que ninguno de
los grupos en cuestión manifestó su interés por la
búsqueda de lo que une, sino que hurgaron en el señalamiento
de lo que separa. O simplemente callaron, que para el caso es lo mismo.
En consecuencia, el autor se permite insistir con una teoría quizá
poco novedosa de la que ya dio cuenta en esas columnas de lunes poselectoral
de los últimos años: carecen por completo de vocación
de poder y se sienten cómodos en extremo con su presencia meramente
testimonial. Es cierto que son victimizados por los medios, y es igual
de cierto que el papel de víctimas les cae como anillo al dedo
para no moverse de donde están. Es cierto que son el reflejo de
un movimiento popular que viene y está en medio de la derrota más
trágica de su historia, y es igual de cierto que sus actitudes
conducen a la persistencia de la derrota misma.
Y si así no fuera apenas queda la opción de un señalamiento
psiquiátrico. Dirigentes que en circunstancias como las actuales
hablan de la inminencia de una rebelión popular masiva, o del llamamiento
a una huelga general por tiempo indeterminado, son perfectamente encajables
en problemas psicóticos, de enajenación de la realidad.
Sin embargo, en la mayoría de los casos puede hablarse de personalidades
de alta relevancia intelectual. Y por lo tanto es mucho más probable
que la cuestión pase por la decisión política de
persistir en el error.
Lo (nuevamente) lamentable es el choque con la existencia de condiciones
objetivas, en el presente y horizontes sociales, que permitirían
alumbrar esperanzas de crecimiento. Pero otra vez se enfrentó a
la sopa con un tenedor.
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