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CUATRO ESCRITORES IMAGINAN MOMENTOS DE DE LA RUA

Ficciones

Cuatro autores imaginan escenas del nuevo gobierno: una protesta por derechos sindicales en el cordón de la vereda –con pica pica incluido–, un presidente que no se halla en la quinta de Olivos y escucha una voz con olor a azufre que le habla de re-re-reelección, los últimos días de mandato de De la Rúa, dedicados a releer, tal vez por séptima vez, a Marcel Proust, y la extraña manera que puede tener Menem de volver al ruedo: como rey de un Anillaco independiente.

Por el problema del pasto

Juan Sasturain

“El problema del pasto no puede seguir. Ni un centímetro más. Si esto no se arregla hoy, lamentablemente habrá que tomar medidas, porque se están avasallando derechos adquiridos por los trabajadores y eso no lo vamos a permitir. Por eso, en nuestro tercer aniversario, nos hemos autoconvocado en asamblea para esta misma tarde para determinar las medidas a tomar”, dijo el vocero del Sutro a la mañana y por todos los medios. Hacia el mediodía los piquetes del sindicato cortaron Libertador a tres cuadras al norte y al sur de la entrada principal. Y no exageraban, ya que el volumen de afiliados y la capacidad de movilización del Sutro lo habían convertido por entonces, fines de la primavera del 2002, en uno de los núcleos gremiales más fuertes y combativos de la época. Algo importante se cocinaba.
De la seguridad y el cercado de la “zona liberada” de Libertador se encargaban los mismos guardias afiliados, ya que el Sutro incluía entre sus miembros no sólo a los que desempeñaban tareas en el interior de la Residencia (el llamado Núcleo Gremial), sino también a quienes trabajaban en el área inmediata exterior (la llamada Rama Externa). Precisamente, “hasta la calzada” (sic) inclusive, decía el documento constitutivo de la entidad gremial aprobado de apuro, en vísperas de la transición. Así fue como quedaran incorporados –por aclamación y con vivas al sonriente Saliente e inspirador– sumados al Núcleo Gremial originario, un nutrido conjunto de trabajadores tangentes a la Residencia: los podadores estacionales de árboles circundantes; profesionales de pica pica y bajada cordón de los diversos accesos; equipo de controles de estacionamiento de avenida y calles adyacentes; cuerpo de carpinteros encargados del mantenimiento de las garitas; cuerpo de vigilantes de accesos y grupo especial de vigilancia de los vigilantes; cuidadores de higiene y mantenimiento de muros exteriores; adiestradores de perros guardianes; taxistas acreditados y un larguísimo etcétera. Esa multitud de trabajadores fue ocupando a partir de la una toda la zona de acceso a la residencia y saludando con aclamaciones a cada uno de los delegados por sector que traspasaba el portón de acceso.
Hacia las dos de la tarde comenzaron a llegar también, con pancartas, con sus impecables uniformes de trabajo, con los emblemas que los identificaban, los delegados de Núcleo Gremial del Sutro, los trabajadores que durante la última década del Milenio habían sentado las bases de la inédita organización sindical surgida al calor de las reuniones presidenciales con el Saliente en los estertores de la transición. Allí estaban, junto a los tradicionales empleados interiores de la Residencia -cocineros, mucamas, jardineros, encargados de mantenimiento, contacto con proveedores, administrativos, etc.– los verdaderos motores de la organización. Ese núcleo de audaces trabajadores temporarios que supo hacer pie en el lugar, fortalecerse y conseguir con fe y sin trabajo, con consecuencia y obsecuencia, un espacio junto al Poder Ocasional y un rótulo gremial para perdurar: el Sutro (Sindicato Unico de Trabajadores de la Residencia de Olivos). Encabezaban el multitudinario contingente Los Amigos del (ex) Presidente todo terreno y ocasión; los Jugadores de Partidos Amistosos, sus árbitros y jueces de línea especializados en localía; Los Proveedores de Camisetas y su cuerpo de lavanderas; Parrilleros, asadores y choriceros especializados; Equipo de Limpiadores de Pileta (cuelabichos y cloradores); Colocadores de Antena Satelital para transmisiones especiales; Proveedores de Personal Femenino Temporario; Cuerpo Selecto de Personal Femenino Temporario; Acondicionadores de Helicópteros y Compañeros de Viaje a Donde Fuera; Organizadores de Conciertos Privados y proveedores de aplausos; Bailarines Dóciles; Arqueros Vulnerables; Caddies Vocacionales y apisonadores del Green y Cuerpo de Peluqueros para Raros Peinados Nuevos, entre tantos e innumerables cultivadores y usufructuadores de la Quinta. Antes de dirigirse hacia la sala en que se desarrollaría la asamblea del Sutro, fue de rigor entre los delegados echarle una mirada a la zona cercada por el Sindicato –poco más o menos el espacio que había ocupado la cancha de fútbol en la Edad de Oro– en la que se podía observar, junto a la regla clavada en la alfombra verde, la evidencia de la legitimidad del reclamo: 11,3 cm de media, y creciendo. Los delegados veían la cifra, meneaban la cabeza y luego de dar tres vivas combativas al Sutro se sumaban a la Asamblea.
El acto en sí duró muy poco. Pidió la palabra el delegado de Cuidado y Conservación de las Zonas de Ocio y Partidocracia (sic) y explicó que, como todos sabían, el acuerdo firmado con el nuevo Administrador de la Residencia –así lo llamó, entre abucheos– comprometía a éste, se jugara o no, a mantener el césped siempre listo para el juego (hasta 8 cm de alto y no más) y que pese al requerimiento de los trabajadores del sector, hacía una semana que no se cortaba el pasto, con el consiguiente perjuicio para todos: “Se empieza por suspender partidos, se sigue por no cortar el pasto y se termina cerrando esta fuente de trabajo, compañeros...” Y no lo vamos a permitir.
Inmediatamente se votó y ganó –entre aclamaciones– la moción que postuló la ocupación de la Residencia por tiempo indeterminado. Mientras los hombres del Sutro se organizaban para pasar las próximas horas o meses lo más combativa y cómodamente posible, una delegación fue a buscar al que llamaban nuevo Administrador de la Residencia para informarle de la medida pero no lo encontró en ninguno de los (pocos) ambientes del complejo que le habían quedado para su uso personal. Según informes, el Presidente, con un bolsito, había conseguido tomar un 152 repleto y –viajando colgado en el estribo– se dirigía a Balcarce 50. Los de Tracar (Trabajadores de la Casa Rosada) estaban reunidos en asamblea en Plaza de Mayo, pero por lo menos lo dejaron entrar.

La voz que habló al candidato

Juan Forn

@Identidades kármicas, entrar en posesión astral de espíritus: ésa era su línea de trabajo. Y para eso lo habían llamado de Presidencia, con urgencia y confidencialidad absoluta, el 10 de diciembre. ¿Se habrían enterado de su flamante, y hasta entonces secreto, éxito con el mandatario saliente? Un trabajo sencillo, pero claro, el muñeco siempre sabía lo que quería: sólo se trataba de renovar el pacto con el íncubo. Nueva fecha de vencimiento: 2003. Un mero trámite. Pero, por las dudas, él no iba a mencionar siquiera el episodio delante de las nuevas autoridades. La cita era después de medianoche, en la Rosada.
El cliente no le había dedicado mucha atención al tema antes, porque todos sus desvelos estaban enfocados en una sola cosa: no perder, no dejar pasar esa única oportunidad. Pero en cuanto se sentó por primera vez en el sillón y sintió que Rivadavia no le hablaba, empezó a preocuparse. De nada sirvió que uno de sus asesores le murmurara al oído: “En realidad, es simbólico. Rivadavia no apoyó nunca el culo en ese sillón. Es de principios de este siglo”. Como primera medida, poselecciones y antes de asumir, había partido a su tierra natal. No al Diquecito, no a un spa, no a un seminario a puertas cerradas con el futuro gabinete, no a una reunión supersecreta con los poderes reales: ya habría tiempo para esas minucias. Lo que hizo fue partir a Cruz del Eje, caminar largamente por las ondulaciones serranas, a solas, esperando que el espíritu de Don Arturo le hablara, le dictara algo, una inequívoca manifestación inaugural de mandato. Al no oír nada había pensado: “¿Será que el espíritu de don Arturo habla en voz muy baja? ¿O que sigue siendo igual de lento en el más allá?”. Más probablemente el problema podía ser él: ¿había perdido el don de hablar en su lengua materna, después de tantos años en Buenos Aires, de tantos afanes por convertirse en “la alternativa porteña”? Pensándolo un poco, a lo mejor era por eso que lo veían aburrido: tanto negó su costado Hortensia que perdió hasta la virtualidad de toda manifestación de humor, incluso para repetir esos chistes supuestamente infalibles que se estudiaba de memoria, practicando hasta la pantomima frente al espejo, a solas en el baño, cuando tenía insomnio.
Su equipo estaba obsesionado por dos escenarios: la minoría en la Legislatura (pero, a él al menos, eso le daba una satisfacción: el molesto del vice, su nada elegido compañero de fórmula, quedaría bien desactivado presidiendo un Senado tan abrumadoramente opositor: radicales y peronistas por igual le comerían el coco hasta desquiciarlo). El otro escenario era todavía más delicado: el mundo paralelo que habría en la nueva sede del PJ que inauguraría el monstruo, según habían averiguado sus informantes. Sabía que tendría que instalar una línea especial en su despacho y detestaba hasta el nombre de esa línea: menéfono de mierda. Por eso había querido hablar con Don Arturo: un mensaje, nada más, que le indicara cómo se hacía eso de gobernar como si gobernara.
Cuando llegó el médium, por una puerta lateral de la Rosada, él estaba esperándolo en los jardines. No le gustaba estar adentro: no se hallaba, todavía. Se habían llevado hasta los muebles y todas las habitaciones le parecían iguales, repetidas hasta el infinito. El médium ya venía aleccionado por los asesores, pero lo primero que le oyó decir al portador de la banda presidencial fue: “Ellos no saben nada, ellos no entienden, me pregunto si usted puede entender. ¿A quién votó?”. No voto, religión no permite, dijo el visitante. “¿Pero me garantiza ponerme en contacto con quien corresponda?”. Garantizo, dijo el médium. Y lo llevó al centro del Patio de las Palmeras y lo paró bajo las estrellas y le impuso las manos sobre la calva y le cerró los ojos. Debes creer en mí, creyó oír el Presidente. Espió disimuladamente pero el médium tenía la boca cerrada. “¿Con quién hablo?”, dijo en un hilo. Debes creer en mí, repitió la voz. “¿Cómo? ¿Qué tengo que hacer?”, insistió él. Entonces la voz se lo dijo. Largamente, aunque el extensísimo parlamento no ocupara más que unossegundos, para los vulgares parámetros de esta dimensión. La voz se lo dijo. Y él escuchó y escuchó, cada vez más fascinado, viendo literalmente el futuro que le esperaba si cumplía al pie de la letra esas indicaciones, hasta que oyó la frase clave, y sintió un escalofrío, y se preguntó cómo volver atrás, y no lo supo, o no quiso, o no era posible a esa altura del trance. La frase que había oído, con inconfundible acento, sulfuroso, subterráneo, cavernoso, como si viniese de las mismísimas entrañas de la tierra, era: Y después reforma, y después re-re-elección.

2001, odisea del espacio político

Rudy

–¡La Casa Rosada está en orden, Feliz Nochebuena!
Las palabras del presidente De la Rúa desde el balcón del “tapiz imitación Casa Rosada” conmovieron a las multitudes que lo seguían atentamente a través de Internet. El sincero abrazo del vicepresidente Alvarez recorrió el cyberespacio en milésimas de segundo. Luego la atención del mundo voló a Inglaterra, donde se leería la sentencia sobre la posible extradición de los restos de Pinochet a España; o bien hacia Taiwan, para ver un informe de las desastrosas consecuencias económicas de la invasión de productos argentinos que se vendían en negocios “Todo por dos yuans”: biromes truchas, autos a dulce de leche y unos extraños anticonceptivos con forma de mate estaban haciendo furor entre los otrora tigres asiáticos.
Mientras tanto, si las cámaras se hubieran quedado en Buenos Aires, hubieran visto al ex presidente Alfonsín pidiendo un médico ahí, y cientos de profesionales del arte de curar dejando sus carritos de
gaseosas y panchos de lado y acudiendo prestos a ofrecer sus servicios.
Una nueva crisis había sido sofocada, y la ciudadanía podría terminar en paz el año. La democracia seguía firme, y todos respondían a sus mandos naturales: el mercado, la televisión, las encuestas y la moda.
El presidente De la Rúa se corrió el nudo de la corbata, ante el estupor de sus allegados quienes lo acompañaron a un salón interno:
–Por favor, doctor, nunca más haga eso de la corbata en público –le rogó un funcionario equis– las encuestas le bajan cinco puntos cada vez que usted ostenta un rasgo de debilidad humana. No se olvide: ¡usted ganó las elecciones prometiendo ser un aburrido y tiene que seguir así hasta el final de su mandato!
–Sí, Fernando –el vicepresidente Alvarez fue contundente– además, está lo de la Alianza, no te olvides: ya nos sacaste todos los puestos que nos habías prometido, pero en esto no transamos: los solemnes son ustedes los radicales; los juveniles, plenos de desparpajo, intérpretes del sentir progresista y jodones somos nosotros.
De la Rúa se puso serio:
–Así está mejor, Fernando, cada uno en lo suyo –siguió Alvarez– y te felicito por haber parado otra crisis más. ¿Qué hubo que darles esta vez: los teléfonos, la luz, cinco puntos en las encuestas, el Obelisco?
–Las Malvinas... ahora son de ellos.
–Bueno... ¿qué te preocupás? Si nunca fueron nuestras... además están llenas de ositos Winnie Pooh.
–Es cierto, ellos mismos las llenaron de ositos, pero no sé, era un reclamo popular, un sentir patriótico.
–Y va a seguir siéndolo, ellos también son patriotas. Lo que a mí me preocupa es lo que van a pedir la próxima vez... Carlos es insaciable. Desde que asumió no hace más que reclamarnos cosas.
–El problema es que las consigue, Fernando.
–Es que él es un rey, y yo apenas un presidente.
–No te hagas la víctima, Fernando, que ese rol les toca a las pymes, que bien se lo ganaron con el apoyo que nos dieron. Además, no te olvides cómo empezó todo: ¡El se fue porque vos ganaste su lugar!
–Sí, todavía me acuerdo cuando me dio el bastón y me dijo: “Bueno, Fernando, yo me voy para Anillaco, arréglenselas”. Yo pensé que me iba a dejar tranquilo, pero no me dejó nada, ¡se llevaron hasta el balcón de la Rosada!
–¡Lo peor fue cuando declaró la Monarquía Independiente de Anillaco! (M.I.A.)
–Es que las encuestas le daban mal para el 2003. ¡Estaba decimoctavo, después de Tinelli, del voto en blanco y de Altamira, que ni pensaba presentarse!
–¡Y lo peor es que las provincias del norte se plegaron a la secesión! –¡Y las del oeste!
–¡Y algunas del sur!
–Es que les prometió el Salariazo y la Revolución Productiva, llevó la sede de River a Nonogasta, y además dijo que si lo aceptaban como rey nunca más deberían elegirlo como presidente.
–Debiste denunciar semejante desastre, Fernando.
–No pude, Alvarez, te juro que no pude.
–¡Te achicaste, Fernando!
–No es eso, Alvarez... es que de acuerdo al estatuto de la Alianza, las denuncias les corresponden a ustedes.

En busca del tiempo aburrido

Por Roodrigo Fresan

@Ahora, en los últimos días de su mandato, había estado acostándose temprano. A veces, cerrando los ojos, tenía tiempo para decirse: “Ya me duermo”. Entonces, bajo los párpados, desfilaban paisajes desordenados que no eran más que eso: formas invertebradas de la memoria tan ligeras e inasibles que, a menudo, no podía sino pensar que eran cosas que le habían pasado a otro. Por esta noche definitiva se despierta y se levanta y camina por la quinta de Olivos con el paso resignado de quien lo hace por última vez. Llega a la cocina, se prepara un café con leche, descubre una última y sonámbula medialuna y la hunde en el líquido y se la lleva a la boca y en el instante en que la miga toca su paladar, se estremece y su atención se fija en algo extraordinario que ocurre en su interior. Un placer delicioso que hace surgir los recuerdos, los verdaderos y profundos recuerdos.
Recuerda aquellas primeras y clamorosas jornadas, el primer paseo por Olivos y las múltiples sorpresas escondidas y olvidadas en los rincones que le había dejado el inquilino anterior. A veces, notitas que decían cosas pueriles como: “Ahora te quiero ver”; otras ofrecían palabras crípticas como: “Todo ha sido consumado”. Las leía, las arrojaba por encima de su hombro y seguía caminando con andar seguro. Pronto, recordó con otra mordida a la medialuna, supo que ya nada ocurriría, que le había tocado ser el protagonista principal de una película sin título y sin guión claro. Todo discurría con la placidez de aquello que ha sido, de lo que apenas puede modificarse porque el óleo ya está seco sobre el lienzo. De acuerdo, pasaron cosas, pero nada que no hubiera pasado. Tenues y a menudo imperceptibles variaciones sobre el aria de siempre donde todo aparecía iluminado con esa luz dorada del otoño. Luego del diluvio ocurrente y árabe de los últimos años, de esos cataclismos de lo imprevisible y lo siempre desconcertante, la gente comenzó a acostumbrarse a esta plácida llovizna asmática que más de un sociólogo con afán historicista asoció a una madurez responsable luego de una juventud desenfrenada. Alguien en una reunión de gabinete, un colaborador moderno y culto y lipobaudriviriliesco, propuso la idea de La Era del Aburrimiento; otro contraatacó con el adjetivo proustiano y sugirió que no estaría mal cambiarle el nombre al país por el de Combray. Le dijeron que se callara con un “¿Pero por qué no te vas a vivir a Viedma?”. A él la situación le causó gracia y se rió un poco y la reunión le sirvió para pensar que no estaría mal leer a Proust. Tiempo y aviones le sobraban. Viajó bastante por adentro y por afuera. El mundo era otro. La llegada del tercer milenio había aniquilado la idea del futuro y ahora todo era puro presente que sin demasiado estruendo se convertía en pasado inmediato. El país ya no era un país (lo que no era nuevo); pero ahora se llegaba, por fin o al final, a esa calma que sigue al cataclismo donde sólo queda avanzar, aunque sea poco y lento, porque más atrás ya no queda camino para retroceder. Supo entonces, y recordó ahora con dolorosa claridad, que no tendría mucho por hacer y sí mucho por deshacer. Eso era lo que le había tocado y, después de todo, él se había ofrecido para eso. Ahora, le decían que lo había hecho bien, los diarios lo felicitaban o no, pero era casi lo mismo, daba igual. La Historia en serio la escribían en otra parte. Alcanzaba con leer un diario por semana y que le recortaran las siempre sorprendentes declaraciones de su antecesor. Mañana, sí, pasaba algo: se iba. Eso.
Ayer terminó, por séptima o novena vez, Le temps retrouvé. Le consoló volver a leer que “nuestra personalidad social es una creación del pensamiento ajeno”. Le emocionó un poco ese último párrafo que hablaba de aquellos gigantes, de esos “hombres ocupando un lugar sumamente grande”. Hoy, ahora, le da otro mordisco a su medialuna y otro sorbo a esa taza de café de donde sale todo y recuerda, como si la escuchara a su lado, la voz perdida y recuperada de su madre viniendo a darle el beso de las buenasnoches, preguntándole “¿Qué querés ser cuando seas grande, Fernandito?”; y se oye a sí mismo respondiendo, pequeño y obediente y feliz de que todo estuviera adelante, por venir, como si no fuera a llegar nunca: “Presidente, mami. Presidente”.

 


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