Por
José Pablo Feinmann
Hace unos años, en pleno apogeo de la cultura política
menemista, una funcionaria de nombre Adelina de Viola dijo una frase
que luego Roberto Cossa citó en una excelente nota y que no olvidé
desde entonces. Dijo esta señora: Yo quiero un país
en el que ser argentino sea negocio. La identificación
del país con un negocio define a la cultura política del
menemismo.
Se trató de una bandada de personajes que se arrojaron sobre
la Argentina con, por decirlo así, uñas y dientes. El
país era un negocio y había que explotarlo. Pocas clases
como la clase política menemista tuvieron conciencia de la inmediatez,
de la urgencia de hacer las cosas, ya que las cosas no duran para siempre.
Sobre todo, el poder. Cuando se lo tiene hay que aprovecharlo. Se instauró
la metodología del camino corto. De este modo, todo se volvió
vertiginoso. Todo se volvió deslumbrante. Había que trepar,
trepar rápido, rapiñar hondo, divertirse porque la sensación
de impunidad lo permitía, porque la certeza del negocio fácil
e impune era desbordante. El país se volvió divertido
porque el espectáculo de la alegre banda y sus fiestas y sus
negocios y sus revistas y sus casas y sus coches y sus mujeres y sus
lolitas y su farandulización de todo lo existente era tan colorido,
tan burbujeante, que era inevitable no sentir que se asistía
a una superproducción, a una megafiesta, a un derroche sin fin.
Pero la bandada no había hecho sino obedecer a la estética
destilada por el jefe de todos los jefes. Pocos presidentes han sido
más divertidos que Carlos Menem. Jugador de fútbol, tenista,
golfista, automovilista y bailarín, entre tantas virtudes para
el entretenimiento. Si algo no fue, fue ser aburrido.
Esta vocación para el vértigo desató una estética
inmediatista entre sus seguidores. Entre quienes lo seguían desde
el poder. Cuando Barrionuevo dijo eso de los dos años sabía
que los dos años que venían serían los años
del despojo, del saqueo. Por eso, si dejaban de robar esos
dos años, el país se salvaba. Pero eran esos
dos años los que la bandada menemista había decidido aprovechar
hasta los extremos. Esta urgencia, esta desesperación apropiadora
que parecía responder al imperativo ahora o nunca,
entregó un vértigo inusitado a la cultura política.
La corrupción es la cultura política de la espectacularidad.
En un país sometido a la corrupción pasan cosas todos
los días, a cada hora, minuto tras minuto. Hoy vemos un nuevo
y faraónico hotel, un shopping descomedido, caen bancos increíbles,
leemos cifras inusitadas en la portada de los diarios, se suicidan repentinos
millonarios, hay jueces que van en cana, funcionarios que huyen a Miami
para dicen estudiar inglés, divas que no van en cana,
pero sí sus socios y ellas en cualquier momento, hay casas desaforadas
en las tapas de las revistas y sus dueños son jueces, políticos,
amigos del jefe de todos los jefes, y así, y así interminablemente.
Sólo escuché críticas para esa propaganda en que
De la Rúa defendía su condición de aburrido. De
acuerdo. Tal vez el error fue hacer actuar al candidato,
quien, parece, no es actor y esto es bueno porque estamos hartos de
actores y de políticos con dotes histriónicos. Pero la
idea era buena: si la cultura política de la corrupción
es la del espectáculo y la diversión infinita, ¿por
qué no inaugurar una cultura política del aburrimiento?
Debería ser la consigna de los nuevos y deseados (e improbables)
nuevos tiempos.
La honestidad es aburrida. Pero lo es cuando se la mira desde la óptica
del corrupto. ¿Por qué? Porque con la honestidad no existe
la plata fácil, existe la otra, la que se gana trabajando. Así,
una cultura política del aburrimiento debería ser una
cultura, no de lo inmediato, sino de lo mediato. (No sé si a
ustedes les pasa lo mismo, pero yo estoy harto del vértigo. Harto
de la farandulización. Harto del boludaje ostentoso. De losnegocios
turbios e impunes. De esta mezcla de populismo fascistoide con neoliberalismo
flexibilizador.)
Este pasaje de una cultura política del vértigo y la diversión
a una cultura política del aburrimiento y el trabajo sería
lo mejor que podría pasarle a este país arrasado. Sin
embargo, a esta altura de los tiempos, nadie tiene la esperanza fácil.
De la Rúa tiene su bandada, tiene sus muchachos vertiginosos.
A veces se los escucha gritar: Otra vez como en el 83.
Esto no es el 83. Nada ocurre otra vez. Grupusculeros, comiteriles,
excesivamente amigos de sus amigos, tachadores de alma, muchos radicales
esperan su propia fiesta y dibujar un nuevo rostro de la diversión.
Sería lamentable. La única cultura política que
puede suceder al menemismo es la del aburrimiento. Es decir, la de la
decencia, la de la mediatez, la del trabajo silencioso y la paciencia.
Si no es así, seguiremos donde siempre: en la vereda de enfrente
y puteando.