En las películas, los vampiros aparecen siempre -o casi-- vestidos de etiqueta, o con batas elegantes, o trajes de buen corte. Es curiosa y aun indicativa esta asociación de vampirismo y clases acomodadas. Lo cierto es que esos muerto-vivos se dan aire de aristócratas y la tradición tal vez haya nacido de una venganza personal: la de John Polidori, médico de cabecera de Lord Byron. Como galeno del vate inglés, Polidori compartió su vida en la casa frente al lago de Ginebra donde Mary Shelley contó por primera vez la historia del doctor Frankenstein construido desde un sueño. Pero fue despedido y pergeñó entonces un relato que pinta a Byron, bajo el nombre de Lord Ruthven, empeñado en succionar la sangre de hermosas damas con las que tuvo relaciones amorosas: su medio hermana Augusta, su esposa Annabella, Lady Caroline Lamb, entre otras. Según Polidori, su ex paciente había adquirido esa peculiar costumbre de apagar hambre y sed en sus viajes por la Europa continental. La narración está cargada de arremetidas igualitarias. El mal, desde luego, tenía que ser lord y usar ropas lujosas. Al parecer, los vampiros se trasladan con el vaivén de los centros del poder mundial. En el siglo XIX eran exclusivamente europeos y desenvainaban los incisivos hasta en la obra de grandes escritores como Gogol, Turgueniev, Merimée, el mismo Byron. O se encarnaban en bellezas fatídicas como la Carmille del irlandés Lefanu y la Geraldine de Coleridge. Cada quien con sus propios apetitos y para cada quien un antídoto, un método cancelador sus poderes. En el siglo XX se mudaron a Hollywood y ahora se atraviesa "la fase yanqui de la conquista vampírica mundial", al decir de Eric Korn. Pero estos vampiros últimos están bastante desvitalizados y no por culpa de directores, actores, guionistas y técnicas deslumbrantes. El saber de este siglo se ha asomado mucho a terrores que ningún Poe podía imaginar. Y, sin embargo, el Drácula de Bram Stoker pervive vigoroso. Quizás porque el Conde abre magistralmente avenidas de interrogación sobre lo desconocido como si contuviera espantos más definitivos que la muerte. Se han propinado interpretaciones varias acerca del origen del libro. La política quiere que Stoker, un dublinense harto del dominio de la Corona sobre Irlanda, envía su personaje a Londres para chupar sangre de ingleses. Otras son francamente patéticas: que Drácula nació de la sangre que el autor vio derramarse en un hospital cuando era muy niño; o del deseo subconsciente de devorar a sus hermanitos de bebés; o de la sífilis terciaria que supo conseguir. Ya que estamos, propongo una nueva explicación. Stoker, tras desempeñarse como empleado en las oficinas públicas del Castillo de Dublín y escribir críticas teatrales -gratis-- para el mail de la ciudad, conoció a su ídolo, el gran actor de época Henry Irving, y entró a su servicio. Se convirtió en su hazlo-todo, organizaba sus representaciones y giras, le arreglaba citas y encuentros íntimos, y además respondía en nombre de Irving las cartas de los admiradores de quien fuera el primer comediante nombrado Sir en la historia de Inglaterra. Durante 27 años, Stoker contestaba hasta 50 cartas por día. Imagino el pánico con que esperaba cotidianamente la llegada del cartero. Habrá sido una pavura más definitiva que la muerte. Los vampiros urbanos deben hoy cuidarse mucho: hay sida. En la Argentina no pasan hambre, más bien sufren de los nervios. Estas figuras híbridas, mezcla de viejas supersticiones campesinas y de la tradición escatológica cristiana, se han modernizado. No duermen en ataúdes y la mañana los encuentra muy activos en grandes empresas, bancas parlamentarias, despachos de gobernador, oficinas de financista. Algunos son políticos, dirigentes sindicales, ex represores, narcotraficantes legalizados, jefes policiales, jueces complacientes, funcionarios, y todos han aprendido nuevas artes para chupar sangre de la gente. Hincando los colmillos en el presupuesto nacional y en el vaciamiento de las riquezas acumuladas durante largos años por el pueblo argentino. Por ejemplo. Como en las películas, visten de etiqueta, usan batas elegantes y lucen trajes de buen corte. |