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Por Luciano Monteagudo La frontera indiscernible entre realidad y ficción, la relación entre actor y personaje, la complejidad conceptual inherente a toda situación de rodaje, en fin, la pregunta por el cine, siempre han sido constantes en la obra del gran realizador iraní Abbas Kiarostami. Y Jafar Panahi que fue su asistente en Detrás de los olivos vuelve a plantear ahora todas estas cuestiones en El espejo, un film notable que, como indica su título, se refleja a sí mismo, busca su propia imagen hasta hacer del cine un magnífico medio de conocimiento. Se podría pensar que este segundo largo de Panahi, ganador del Festival de Locarno 1997, es un film solipsista o cerrado sobre sí mismo. Todo lo contrario. El espejo plantea, como pocas películas de hoy en día, una mirada abierta sobre el mundo circundante, sobre la vida y la cotidianidad de una gran ciudad, en este caso Teherán, como hasta ahora no había aparecido en el cine iraní. De hecho, la película se inicia con una prolongada toma panorámica de 360 grados con la que el film en ese movimiento circular, envolvente intenta aprehender todo lo que está alrededor de la cámara, como si quisiera dar cuenta de todo aquello que el mundo tiene para ofrecerle. Esa toma inicial ya sienta las bases de todo el film y de la pequeña gran historia que El espejo tiene para contar. Una niña de unos siete años, llamada Mina, acaba de salir de la escuela y descubre que su madre, por algún motivo, no la ha podido pasar a buscar, como siempre lo hace. A pesar de que carga con su mochila y con un brazo enyesado, Mina se decide a cruzar la calle, a hacer una trabajosa llamada desde un teléfono público (de la que no obtiene respuesta) y a volver a la puerta de su escuela, a la que llega después de haber atravesado ríos de gente madres con niños, vendedores ambulantes, peatones indefensos y los múltiples peligros de un tránsito infernal. De regreso en el punto inicial, la portera le sugiere que se vuelva a su casa en compañía de un conocido, al que Mina abandonará casi inmediatamente, para animarse a hacerlo sola y vivir su propia aventura. Porque lo que plantea El espejo, entre otras cosas, es precisamente una aventura módica, a una escala reducida pero una aventura al fin, la de Mina, que no vacila en lanzarse sola en el mundo adulto, siempre demasiado absorto en sus propios problemas como para preocuparse por los de una niña. En casi toda la primera mitad del film, el punto de vista de El espejo será entonces el de Mina, con la cámara a la altura de sus ojos, recorriendo la ciudad y encontrando toda una riquísima galería de personajes, como los que descubre en los ómnibus de la ciudad, en los que mujeres y hombres tienen diferentes sectores asignados. A unos les toca viajar adelante y a otras atrás, pero la separación no impide que una pareja de enamorados cruce sus miradas, o que el ritmo de unos músicos ambulantes se confunda con los comentarios de las mujeres sobre sus maridos, de una anciana que se queja de sus hijos o de una pitonisa que lee las manos en el último asiento. Todo este rumor que inunda la banda de sonido del film le da a El espejo gran parte de su cercanía, de su vitalidad, de la impresionante sensación de verdad que transmite. Pero esa verdad, que parece tan indudable como si la película se tratara de un documental, de pronto, por un giro sorprendente (y que es mejor no revelar), es puesta súbitamente en cuestión. Como Alicia a través del espejo, Mina también pasa de pronto de una realidad a otra. Esa segunda realidad es casi idéntica a la primera, pero con un matiz que pone en crisis las categorías de ficción y registro directo, que interroga no sólo el lugar del cineasta sino también el del espectador. En ese giro copernicano que da El espejo, también tiene un papel fundamental el uso del sonido, porque a partir de ese punto de inflexión lo que se verá en la imagen no siempre llegará a corresponderse con lo que se escucha, como si Panahi con la misma sencillez narrativa de casi todo el cine iraní ambicionara la posibilidad de multiplicar la percepción del mundo. El raro milagro de El espejo radica precisamente en que no por ser un film que asume el desafío de pensarse a sí mismo deja de tener en cuenta todo lo que le rodea. En la película de Panahi hay una reflexión profunda sobre los mecanismos del cine, pero eso no le impide ofrecerle a su público una historia original, plena de humor, de apuntes sociales y de una enorme sensibilidad.
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