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LAS LIBRETAS ESTÁN BIEN GUARDADAS
Por Juan Sasturain

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Por Juan Sasturain

t.gif (862 bytes) El oficial principal Sánchez es de Bahía pero el domingo, con ese sol, con ese día, le toca estar ahí. Detrás de un escritorito en el ángulo opuesto a la puerta, en el hall de la coqueta subcomisaría de Sierra de la Ventana –chalet con césped, rosal muy florido bajo la ventana– Sánchez escribe a mano y amablemente, les faja o lleva fajados más de 64 papelitos sin levantar la punta de la birome, a los atípicos ciudadanos que se los requieren. En un momento dado –van a ser las dos de la tarde– deja la casi exhausta bic a un lado y atiende el teléfono: “De Radio Rivadavia”, le dice otro agente no menos atareado que él. Sin dejar de llenar formularios de Certificado de Distancia, manteniendo el auricular con el hombro junto a su boca, contesta lo que sabe, se deja corregir si le pifia: “Sí... Serán 250 y están viniendo desde la una más o menos”. Uno de los flacos agolpados pero no mucho junto al escritorio le hace señas con los dedos: “350 me dicen acá...” rectifica Sánchez y corta enseguida. Entrega el papelito a la piba tatuada con el signo del yin y el yang que se lo guarda dentro de un libro de la Colección Robin Hood y anota uno más –con todos los ominosos, temibles datos– en una listita que queda ahí. El cronista sabe que esa lista, el registro de sus nombres, la constancia interna en la comisaría –él también está– es o ha sido una de las preocupaciones de algunos de los Quinientosúnicos que debatieron en la noche del sábado, hasta tarde y antes del soberbio guiso de lentejas final, los pasos a seguir el domingo.
–¿Adónde va eso, oficial? –pregunta el cronista.
–Esto se lo dejamos a De la Rúa... –y se corta, sonriente.
–Eso es voto cantado –lo chicanea el cronista.
–Viene el resto –dice en ese momento un rapado de All Boys con su certificado y otro par de libros: una revista de jardinería de 1934 encuadernada y un cuentito colorido.
El resto son como los doscientos y pico que le faltará anotar a Sánchez y otros dos escribientes. Vienen en grupos para hacer la cola alevosa destinada a mostrar el absurdo burocrático de un trámite –“en el que el sistema tampoco cree pues siempre a los diez días dan amnistía”– y cumplir con una de las consignas de los 501 –además de demostrar que no son un modelo de auto–: entregar los libros que cada uno ha traído para dejar en la biblioteca del pueblo. “Serán unos quinientos, porque uno de los chicos –uno al que el cronista ha escuchado hablar de Kierkegaard y Rilke en el tren– tiene una librería de usados y aportó pilas”, le aclaran al cronista que curiosea entre las pilas: alguna antología de Machado, un Carlos Fuentes pero, sobre todo, desvencijados textos de secundario, restos de naufragio.
Mientras se acomodan afuera, unos en fila paródica, otros tomando pacífico mate en el pastito, todo se registra: varias cámaras de video inmortalizan el momento, caras y gestos. Los que propugnaban una respuesta artística con monigote policial y “cola alternativa” terminan haciendo una literalmente dudosa performance en que con los rostros dibujados con signos de interrogación –perplejos maoríes– se preguntan y preguntan todo lo posible, no afirman sino su no afirmación. Y los politizados narcisos se divierten.
“El sentido del humor es fundamental”, dice una amena bióloga peripatética que está ahí por la suya, más allá de la gastada de sus hijos que se quedaron en casa. Es lo que rescata, además de la luna llena sobre la sierra del sábado y la pierna raspada por un alambre de púa traidor. Y es cierto. El cronista los ha visto divertirse sin dejar de reflexionar o sólo divertirse con los conciertos y el fútbol “revolucionario”. Si hay angustia, que no se note, que no se convierta en espectáculo. El “manual del buen (o mal) Quinientosúnico” es (además) un ejemplo de humorinteligente, donde junto a los textos programáticos –“Carta a los No Votantes” y “Hacia una verdadera democracia”– aparecen antologadas las reflexiones gráficas de Kalondi, textos de Rabelais, de Sade, del inesperado Aleister Crowley. Las asambleas y los grupos de discusión los encontraron sentados en el pasto bien Woodstock hablando del Estado y de la partidocracia y de por qué vinimos y qué seremos, la aparente cuestión final: pero trataron de no votar ni siquiera ahí, trataron de discutir hasta cansarse y después dejar que cada uno hiciera lo suyo. Tal vez les sirva. Tal vez hayan podido explicarse el perplejo lunes –al llegar a la laborable realidad de Constitución a las nueve de la mañana después de doce horas de tren desde la Arcadia (sic)– para qué fueron y qué van a hacer de aquí en más. En eso están.
El domingo, ninguno compraba el diario ni se interesaba radialmente por probables resultados. El único partido que algunos siguieron ya estaba jugado desde temprano: Francia liquidaba la digna resistencia de Los Pumas en una Dublín a 15.001 kilómetros. Sin embargo, el cronista tuvo que comprar más de un matutino, porque después de ser vapuleados y esquematizados (desde nazis a antidemocráticos), uno les dedicaba dos columnas y los definía de salida como “neoanarquistas cibernéticos”. Y todos se prendieron, coquetos, a leer lo que decían de ellos. Probable buena descripción ideológica para el ilustrado grupo de origen de 501, hace cuatro meses, el domingo, bajo el sol serrano la mayoría no hubiera firmado al pie de esa definición.
Como dijo el rapado de All Boys –sin hacer ascos del “neo”–. “Lo de anarquista no sé; pero qué voy a ser cibernético yo, si no tengo ni computadora...”

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