Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


OPINION
La palabra y el cuerpo
Por Guillermo Saccomanno

Tenía alrededor de quince, dieciséis años cuando descubrí a Whitman a través de una traducción de Rafael Alberti. De acuerdo, Whitman no sonaba tanto a Whitman como al entusiasmo de Alberti. Podría conjeturarse que, en todo caso, no se trataba tanto de la poesía de Whitman como la de Alberti lo que estaba en juego. Había un afán vitalista, epifánico, en esa versión. Más tarde, muchos años más tarde, encontraría una traducción de Borges, una traducción más cauta, más atenta a los giros del inglés, más prolija. Y con prolijidad quizá quiero decir respeto. Pero, en esa traducción que descubrí cuando era un pibe, lo que importaba, con certeza, era otra cosa. Aunque Alberti traicionara a Whitman volviéndolo más Alberti que Whitman, paradojalmente, lo presentaba mejor a Whitman que Borges.
Ayer, al enterarme de la muerte de Alberti, me atacó una cierta melancolía. Me acordé de aquel librito de Losada, El canto a mí mismo. ¿Por qué esa versión –no la llamemos traducción– me había pegado más fuerte que esa otra que, años más tarde, bajo el título de Hojas de hierba, conocí a través de Borges? La primera explicación que me doy es que las razones son extraliterarias. Estoy hablando de mis quince, dieciséis años, a mediados de los sesenta, ya cerca del Cordobazo. Extraliterarias, escribí. Pero, ¿acaso se pueden separar tan fácilmente la literatura de la vida? En este sentido, Alberti encarnaba un modelo de intelectual sino devaluado al menos en extinción. Había, hubo una época, donde el compromiso involucraba no sólo la obra –y a veces no tanto la obra– como el cuerpo. La Guerra Civil Española, en este aspecto, dividía las aguas entre los intelectuales. Para algunos, comprometerse con la causa de la República no era simplemente una aventura, aunque pudiera semejarlo. Hemingway, Malraux, entre otros, estuvieron ahí.
En ese tiempo de los sesenta y los setenta hubo una antología que circuló bastante entre la izquierda y sus adherentes. Me refiero a España a tres voces. Marcos Ana, uno de los poetas que involucraba esta antología, era un ejemplo de coherencia. La militancia contra el franquismo, la prisión, la poesía se entreveraban. Hoy esos poemas pertenecen al repertorio de la melancolía. En una de esas, esos poemas lo merecen. Y lo que me estoy planteando es otra cuestión. El objetivo de fundir la palabra con el cuerpo. Este objetivo, ¿también pertenece al territorio de la melancolía? Me resisto a creerlo: Francisco Urondo, por acá, no está tan lejos.
Se sabe: con las buenas intenciones sólo se hace mala literatura. Pero también se sabe: hubo intelectuales que confiaban en el poder del compromiso y, también, a la par, en la potencia de la palabra. Quizá la obra de Alberti se opaca al comparársela con Hernández o con Lorca, pero está ahí, esperando, porque todavía sigue diciendo. Quizá, la mayor desgracia de Alberti poeta fue la de no haber entrado en el panteón de los mártires: murió a los 96 años, en un mundo que exige –siguiendo atentas reglas del marketing crítico– que un genio muera joven, incomprendido. La mayor aventura de Alberti, el hombre, fue sobrevivir a muchos de sus contemporáneos. Si el poeta hubiera padecido la cárcel, el fusilamiento, quizá su consagración hubiera sido otra, no la del mascarón longevo.
En un milenio que termina consagrando la prolijidad (la traducción de Borges es un ejemplo), la figura de Alberti cobra un sentido extraño, curioso. Por un lado, es el último de su generación, la del 27 (Salinas, Guillén, Cernuda, Aleixandre), que buscó en las raíces de lo popular una esencia poética. Por otro, representa una forma de comprender la vida y la creación. Y esto no es poco en este milenio donde los intelectuales, por lo general, alcanzan su mayor compromiso firmando una solicitada políticamente correcta.

 

PRINCIPAL