Por Horacio Bernades Las matemáticas son el
lenguaje de la naturaleza, razona o delira Max Cohen, joven genio de las
matemáticas. Todo puede ser representado por números, todo en el universo se rige
por los mismos patrones. Sólo se trata de descubrir cuál es ese patrón.
Persiguiendo esa quimera, buscando el orden secreto del universo, el genio perderá la
cabeza. Meter al espectador dentro de ese cerebro, hacerlo partícipe de los cálculos,
anotaciones y obsesiones del matemático, es la quimera a la que apunta el joven Darren
Aronofsky (28 años en el momento de empezar el rodaje). Esa quimera se llama Pi. Filmada
entre amigos a lo largo de dos años y por apenas una bicoca, fotografiada en un blanco y
negro que parece de Super 8, esta ópera prima suena como el sueño perfecto del joven
cineasta independiente. Y del cineasta-matemático: ganadora del premio a la Mejor
Dirección en el Festival de Sundance, los beneficios obtenidos multiplicaron varias veces
su ínfimo costo (60.000 dólares). Aronofsky se convirtió al mismo tiempo en cineasta de
culto y en una muy buena inversión. Por estos días estrena en EE.UU. su segunda
película, realizada en condiciones más profesionales y con actores conocidos.
Habitante de esa capital de la obsesión y la paranoia que es Nueva York, Max Cohen vive
encerrado en un segundo círculo, el de su sórdido departamentito. Allí intenta extirpar
a una computadora los misterios de la creación. Sus vecinos no tienen nombre; la compu,
sí. Se llama Euclides y es un modelo jurásico, se diría que salido de Flash Gordon o
algún otro viejo serial. Pálido, con el pelo revuelto y como aspirado hacia arriba,
Cohen parece, a su vez, salido de un film expresionista alemán, de La novia de
Frankenstein o de Eraserhead. Desde su reducto, el afiebrado muchacho ansía develar los
patrones que rigen el orden universal, el verdadero sentido del número Pi. En su versión
práctica, intentará develar cuál es el orden detrás del aparente caos del Mercado de
Valores de la Bolsa de Nueva York. La variante mística lo lleva a querer desentrañar el
Caos con mayúscula. Pronto comenzará a alucinar cerebros vivos en el subterráneo y
será perseguido por dos grupos simétricos de conspiradores, los financistas y los
cabalistas. O creerá serlo: si todo ocurre afuera o adentro de la cabeza del protagonista
es una pregunta que hábilmente, Aronofsky se ocupa de no responder.
Hijo de la MTV, Aronofsky cuenta su historia bombeando imágenes a 24.000 cuadros por
segundo e impulsado por el tecno que aportan el músico Clint Mansell y otros gurúes del
rubro. Aunque no le deje al espectador ni un mísero resquicio para poner a prueba la
lógica del relato, esa rítmica frenética pinta a la perfección el sobreexcitado
paisaje cerebral del protagonista, y a la vez le marca un pulso a la película. Cohen no
para de tomar pastillas, se inyecta quién-sabe-qué para calmar la ansiedad y escribe un
diario vertiginoso, que el sonido off escupe a mil por hora. Vertiginosas son, también,
las múltiples referencias que se apilan en el curso del relato, a toda velocidad.
Enciclopédico y acumulativo, Pi incursiona en los temas más diversos, desde la alta
matemática a la mitología griega, desde la kaballah judía a la teoría del caos, desde
la hermética a la cibernética, desde Arquímedes y Pitágoras al ocultismo y la
numerología. Por momentos, da la sensación de que la de Aronofsky es, más que una
película, un site, y la cantidad de links que ofrece puede llegar a generar sobrecarga. O
tal vez se trate sólo de espejismos, macguffins, excusas para disparar la trama. Sea como
fuere, la mecánica de thriller funciona, y Pi logra taladrar el cerebro del espectador
con un montón de preguntas, sospechas, cálculos y persecutas. De tanto citar y fagocitar
referencias, al final termina parafraseando el clímax de Tiempo de revancha, un film que
difícilmente Aronofsky haya visto. Misterios de una ciencia oculta llamada cine.
|