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ARTURO RIPSTEIN ESCRIBE SOBRE SU FILM "EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA"
"El Coronel se nutre de mis obsesiones"

En esta nota, el realizador mexicano explica por qué en su película, próxima a estrenarse en la Argentina, el personaje de la novela de García Márquez es "un sobreviviente, un utopista sin un mundo en el que anclarse".


Por Arturo Ripstein

t.gif (862 bytes) Enfrentarse a un clásico es siempre aterrador y tentador al mismo tiempo.

Aterrador porque uno sabe que no sólo se enfrenta a los amplios recursos de la literatura, más cimentados que los del cine, sino que se enfrenta también a la fértil imaginación de los lectores.

Y sin embargo es tentador. Tentador porque, huelga repetirlo, los clásicos son clásicos por derecho propio. Detrás de cada clásico hay la historia paladeable y bien contada que permanece ante modas y caprichos. Se acaban los mundos que originaron y que reflejaron los clásicos de la literatura. Ellos permanecen con la frescura del primer día. Homero está ahí para testimoniarlo.

El Coronel no tiene quien le escriba es un clásico. Por ello me tentaba, me tentaba con esa historia de trazado certero y elegante. Una historia tan tersa como su prosa. La historia del coronel es una historia conmovedora por lo escueta, por lo entrañable que resultan las angustias y dificultades del viejo militar escarnecido por la vida. Las terribles miserias minúsculas de lo cotidiano, del hombre pequeño y común y corriente. Del hombre que somos todos nosotros.

La historia del Coronel tiene, sin embargo, en mí un arraigo viejo. Hace treinta y cinco años filmé mi primera película: Tiempo de morir. Fue un acto de audacia. Tenía yo 21 años. Era la historia de un viejo. La escribió Gabriel García Márquez. Era el pasado remoto. Eran los años antes de Cien años... El viejo de Tiempo de morir estaba unido con vasos comunicantes con el Coronel. Los unían la derrota y la dignidad. No era casual. Ambos tenían el mismo padre.

Desde entonces el Coronel me ronda la cabeza. Me ronda con la misma obcecada paciencia con la que el Coronel espera la carta.

El Coronel esperó a que yo envejeciera. Ahora, treinta y cinco años después, mucho más cercano en años al Coronel que al imberbe director debutante, me ha llegado el tiempo del reencuentro.

Pero me pregunto por qué el Coronel, terco y persistente, sobrevivió 35 años en los recodos de mi memoria.

Todos tenemos alternativas pendientes. Todos sabemos a ciencia cierta que casi todas se disuelven con los años y que si acaso les llega su momento las más de las veces han perdido su vigencia. Hablan de otro yo, generalmente perdido y enterrado hace años y muchas veces nos preguntamos azorados quién era ese "yo" que gestó ese pendiente en la memoria.

El Coronel, en cambio, mantiene --a tantos años de distancia-- vasos comunicantes con el hombre que soy ahora. Comulga cabalmente con mi manera actual de ver el mundo y la vida. Se nutre de mis mismas obsesiones.

Porque la historia del Coronel tiene, a mi entender, como las cebollas, tres estadios, tres lecturas, tres tonos de voz, tres memorias.

La primera: un hombre agobiado por el hambre y la burocracia. Un hombre tenaz que espera y desespera en el muelle aguardando al barco que debe traerle la pensión prometida.

Es la historia que de manera más evidente nos viene a los lectores a la cabeza cuando recordamos al Coronel. Es la más hablada, comentada, aludida.

Pero debajo de esta historia se encuentran escondidas dos historias paralelas. En ellas están la carne y las entrañas del Coronel. Eran estas historias las que se anclaron en mi memoria.

Una de ellas era la historia de amor.

La historia de un amor de viejos, que por años se han madurado rencores y reproches, que por décadas se han conocido las manías y los sueños, que se han tenido rabia y paciencia, y que a tantos años de distancia --y con tanta rabia y desvelo entre medio-- se siguen guardando el mismo amor enamorado de los años tiernos.

Es un amor recatado, prudente, sereno. Un amor que no necesita ya de palabras ni de gestos. Un amor que se sabe del otro y en el otro.

Después de mi película Profundo carmesí, que versa sobre el Amor Loco, el amor que arrasa y devasta todo lo que encuentra como una tromba de finales de verano, para mí era necesaria una disquisición sobre ese otro amor, el prudente y discreto. El amor de todos los días. El amor del hombre cotidiano. El amor discreto y comedido del Coronel por su mujer.

Un amor que mantiene, a su vez, la misma intensidad, la misma entrega, los mismos celos apasionados, aunque ahora el objeto de los celos sea un gallo, al que el viejo militar prodiga mimos y atenciones que la mujer reclama para sí. Le tiene celos de hembra, y reacciona con artimañas de hembra herida.

Quiero hurgar. Hurgar con ternura y compasión en esta pareja, con tanta historia a cuestas que ya se le acabó la historia.

Hurgar sin recato en el corazón de este viejo caballero tan lleno de recatos.

Y ahí, en el caballero recatado de antaño, encuentro los vasos comunicantes con el tercer nivel de lectura que me resaltan de El Coronel no tiene quien le escriba.

El Coronel es un utopista, un iluminado, un Quijote de traspatio y de corrales, aferrado contra viento y marea a una causa: su gallo de pelea, que le ha de devolver de la condición de mancillado y ultrajado al que lo ha sometido la pensión incumplida.

El Coronel es un desesperado.

Se ha construido --como todos los utopistas-- una torre de naipes, endeble y engrasada, una utopía pequeñita, de esas que se esconden en los estantes de la cocina, una utopía que le permita recuperar el rostro y la dignidad arrebatadas.

Que le permita recuperar, por sobre todo, el mundo que le han robado. El mundo de antes, al que él pertenecía. Ese mundo con reglas y valores que se le murió al Coronel antes de tiempo.

El Coronel sobrevivió a su mundo. Y le pesa.

El Coronel es un hombre decente. Pertenece a esa Arcadia perdida en el pasado en el que las cosas tenían orden y concierto. Sobrevivió a la desaparición de la Arcadia. Desde entonces vaga sin rumbo fijo, con la mirada perdida. Derrotado, solitario, mancillado. Sólo guarda su dignidad y su decencia. Sólo lleva en el pecho a su mujer, tan quebrada por la vida y tan sobreviviente como él.

Siempre me he preocupado por los sobrevivientes. Mis personajes son, por lo general, refractarios a la razón y a la prudencia. Se les está acabando el mundo y no se arredran. Se aferran a sus sueños con la fuerza ciega de los locos, de los enajenados. Van a sobrevivir. Así lo han dispuesto.

El Coronel se aferra a sus quimeras con igual intensidad que mis otros derrotados. Con la misma pasión y la misma convicción. A él también le arrebataron los sueños.

Pero el mundo del Coronel no va a desaparecer. Ya desapareció. El Coronel no va a sobrevivir. Ya sobrevivió. Por eso incluso su utopía es más derrotada, más triste y más hermosa. Es una utopía sin un mundo en el que anclarse.

Por eso sabe que ya no lo pueden derrotar más. Le acabaron el mundo. Le acabaron el tiempo. Sólo él permanece.

 


 

 

LA GUIONISTA CUENTA LOS PROBLEMAS DE SU TRABAJO
"Tuve que hacer mía la novela"

Por Paz Alicia Garciadiego

t.gif (862 bytes) El Coronel no tiene quien le escriba era mi novela. Era tan mía como es de Gabriel García Márquez. Tan mía como es propia de todos aquellos que la han leído.

Me era propia y entrañable: formaba, como para tantos otros, parte de mi acervo familiar íntimo, privado.

Mi caso era el mismo que el de tantos y tantos lectores...

Porque El Coronel no tiene quien le escriba es una de esas novelas que se pegan en el fondo del alma, en algún pliegue del recuerdo, o de las venas, y que pasan a ser parte no ya de la biografía, sino de la biología de los que la leen.

Entonces, ¿cómo adaptar la clásica y entrañable novela de Gabriel García Márquez al cine? ¿Cómo darle cara y voz, a quien ya tantos le han puesto cara y voz?

Era un reto, y un reto paralizante. Hasta que releí la novela. Hasta que volvieron a atraparme los sueños rotos y los sueños aplazados de este Coronel de Trópico perezoso, tan acostumbrado y desacostumbrado a la espera. Hasta que atrapó de nueva cuenta el ritmo de la pluma de García Márquez.

Y decidí afrontar el reto.

Tenía que hacerla mía. Tenía que arrebatársela a García Márquez, con amoroso y presuntuoso desrespeto, pero arrebatársela. Porque el cine no admite dos lealtades. Es un dios demandante y presuntuoso. Y yo hago cine.

Entonces la ubiqué en mi universo. En mi país: México. En mi región: el Trópico veracruzano. En mis olores y sabores de la infancia: los pequeños pueblos ribereños de los años cuarenta. Era el mundo que mi abuela me contaba, el mundo doméstico y familiar que --como la novela-- está encarnado en mis entrañas.

Cuando la hice mía, cuando el Coronel y su mujer hablaron con mi voz y con la de los míos, cuando arteramente me la apropié, la robé, comencé a escribirla.

Pocas veces me había enfrentado a un trabajo tan suave, tan sencillo, tan natural, tan placentero.

No tenía que luchar contra la trama, sino dejarme ir con ella, como la barcaza del río que no trae la carta que el viejo Coronel espera.

El Coronel no tiene quien le escriba es una historia que se cuenta sola. Tiene la naturalidad, la simplicidad y la elegancia de la perfección.

La escribí a golpe de placer. La escribí a ciegas, sin plan, ni guía, ni brújula. La escribí rápido y con ganas.

Cuando la terminé, una madrugada tarde y la leí al abrigo del alba, descubrí --para mi azoro y sorpresa-- que había escrito una historia de amor.

Una historia de amor que nos había entremezclado García Márquez entre esperas y peleas de gallos. Nos la había dejado ahí agazapada entre los pliegues de la trama.

Yo me la topé sin saberlo, sin esperarla.

Y sin esperarlo, sin planearlo, sin suponerlo, me refocilé con placer, en ese amor tibio de viejos derrotados.

...Y es que a veces uno es la pluma de otro...

 

La crónica de una espera

Esta es la sinopsis del film, según su director:
Le prometieron una pensión, y desde hace años le incumplen la promesa. Viernes tras viernes, trajeadito y solemne, se para ante el muelle aguardando la carta que anuncie la llegada de su pensión.

Todos en el pueblo saben que espera en vano. Lo sabe también su mujer, que cada viernes lo mira prepararse ante el espejo para recoger la carta que hace años lo esquiva. Pero el Coronel cierra los ojos ante esta verdad tan evidente y se aferra a su sueño. Y es que, si no, ¿qué le queda?

Porque en la casa del Coronel hay hambre. Su mujer es un saco de huesos comidos por la tos asmática, y al Coronel lo abochorna su pobreza, con bochorno de hombre decente.

Contra viento y marea, contra el hambre, contra los reclamos de la esposa que repite como cantaleta: ¿Qué comeremos?, la respuesta del Coronel es tajante, una respuesta masticada por más de veinte años: Comeremos mierda.

 

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