Por Diego Fischerman Los compositores
contemporáneos mantuvieron una relación conflictiva con una de las ideas centrales del
siglo XX: el espectáculo. Puede pensarse que Mauricio Kagel, Karlheinz Stockhausen o John
Cage diseñaron lenguajes que tuvieron la escena en una alta consideración pero,
claramente, era una escena diferenciada y hasta opuesta a la tradición.
Shostakovich en su Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk, Benjamin Britten o, más
recientemente, Andre Previn con la ópera basada en Un Tranvía llamado Deseo, están
entre las excepciones. Pero quien quizá mejor haya encarnado esa clase de ópera
fuertemente anclada en las leyes tradicionales del espectáculo, es Gian Carlo Menotti.
Nacido en Italia pero afincado en Estados Unidos, sus óperas funcionan como
explicitación de una manera muy norteamericana del arte: eclecticismo, un sentido
dramático à la Arthur Miller y la licitud de los golpes de efecto. En todo caso, si los
espectáculos escénicos de John Cage pueden asimilarse con el Village, los de Menotti se
corresponden con la avenida Broadway.El Cónsul, estrenada en 1950 en Filadelfia y con una
prolongada segunda vida, precisamente, en Broadway, derivó en un Premio Pullitzer y en la
tapa de la revista Time. El libreto, escrito por el propio Menotti (como en todas sus
obras para la escena), refería directamente a una temática que la Segunda Guerra
Mundial, la Guerra Fría y la visión norteamericana del stalinismo convertían en
propicio para la apelación a los sentimientos del público. La mujer de un líder de la
oposición, perseguido por la policía secreta de un país innombrado, trata de conseguir
en un consulado la visa para poder salir al extranjero. El cónsul del título jamás
aparece pero, en cambio, una secretaria pide una y otra vez papeles distintos,
cuestionarios y trámites (a la desventurada Magda Sorel y a una suerte de corte de los
milagros que acude cada día a las oficinas). En el transcurso de su infructuosa odisea,
mueren su bebé y la madre de su marido. Y, finalmente, cuando ella ya ha decidido
suicidarse para evitar que el heroico John salga de su escondite para verla y se ha
retirado a su casa, él, buscándola en el consulado, es capturado por la policía
secreta. Con un lenguaje situado entre Kafka, el expresionismo (la escena en que un famoso
mago intenta salir del país y trata de seducir a la inflexible secretaria con sus artes),
algún toque de surrealismo (en el sueño de la protagonista y en su alucinación final),
un realismo descarnado y una música de cuño pucciniano sabiamente administrado, El
Cónsul sigue siendo efectiva. Pero si para el público estadounidense de los años 50
implicaba una referencia casi obligada a los regímenes del Este, para los asistentes a
las funciones con las que repone en una nueva puesta en el Colón, las analogías son
bastante más cercanas. La escena del allanamiento, casi al principio de la ópera, o los
gritos de la vecina cuando se llevan a su marido (con Magda y su suegra espiando por la
ventana) tienen, para cualquier argentino, implicaciones evidentes.El secreto del éxito
de esta ópera tan tradicionalista en su enfoque como efectiva y conmovedora en sus
resultados radica, obviamente, en la precisión de la marcación teatral. Menotti, que a
los 88 años asumió él mismo el papel de régisseur, plantea los conflictos con claridad
y dibuja los personajes a la perfección. Una Susan Bullock extraordinaria comoMagda Sorel
es, en este caso, su mayor carta de triunfo, junto a la notable escenografía de
Basaldúa. Tres escenarios (la casa, unos pasillos terroríficos y una impersonal y
gigantesca oficina) se alternan para crear la ilusión opresiva. La orquesta, con alguna
imprecisión de afinación en cellos y contrabajos y algún desajuste en los bronces pero
muy bien conducida por Perusso, acompaña con justeza la trama. Gaeta como John Sorel,
Martha Cullerés en el papel de su madre y Victoria Livengood como la secretaria del
consulado no desentonan y Marcelo Lombardero compone un policía tan implacable en su
transmisión de amenaza como impecable en el aspecto vocal.
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