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Por Esteban Pintos Los Fabulosos Cadillacs están cerrando la década con una realidad que les sonríe, como si el viaje de estos diez años hubiera sido un progresivo acercamiento a un estado de gracia, tanto en lo creativo como en su relación con el público. En eso están ahora: lejanos quedan los tiempos en que se habían convertido en banda de casamientos y cumpleaños (tocando fondo con la edición de Sopa de caracol en el 91). Un golpe de timón, dado a tiempo, los hizo la banda argentina de mayor peso internacional, bandera del rock hecho en Latinoamérica para el mundo del 2000; sostenidos en una base popular que casi ningún otro grupo logró manteniéndose ajeno a la proletarización del rock argentino (el otro caso, apenas, sería el de los Auténticos Decadentes) en los noventa. Las canciones de los Cadillacs se cantan en las canchas de fútbol y suenan en la televisión, las dos cajas de mayor resonancia de la cultura masiva en estos diez años. Los shows que dieron este fin de semana, a tope, en el estadio Luna Park, confirmaron todo: la banda está muy bien, su público también y algunas canciones ya tienen un lugar en la historia. La excusa fue la presentación en sociedad de La marcha del golazo solitario, un disco que no fue a los extremos de Fabulosos calavera, pero que confirma una buena forma compositiva. En vivo, el peso de su set se asentó en estos dos discos, con obvias menciones hacia los infalibles y fiesteros compases de, por ejemplo, Demasiada presión, El satánico Dr. Cadillac, Mal bicho y Carnaval. El grupo, compacto, suma con la presencia de un par de invitados en percusión y vientos, y hasta incorporó al veterano baterista de jazz Norberto Minichilo parte del recomendable El Terceto, admirados por Flavio Cianciarullo para un extraño momento de sosiego en medio del ruido del final. Sin embargo, tal vez pueda medirse la estatura que han alcanzado los Cadillacs en el valor de tres canciones que los resumen como banda popular, ciertamente politizada con una importante base universitaria progre detrás y certera en la interpretación musical de lo que dice. Ejemplos: Desapariciones era una oscura descripción de Rubén Blades sobre dramas en particular que eran generales a la vez, a ritmo de reggae de tono casi fúnebre. En manos de los Cadillacs, para el disco El león (1992, el del despegue), se hizo bailable, contagioso, aun en el drama que encierra su letra. Y hoy, varios años después, es seguramente más popular en todo el continente que la original. Esto, resignificar una canción así coreada con unción por más de 5 mil personas el sábado y el domingo, tal vez sea uno de los grandes logros de la banda en esta década. Y también servirá para explicar el fervor popular que se mantiene con el paso de los años. Lo mismo, además, debería decirse de Matador y Gallo rojo, cada una por su lado. El mayor hit en la carrera de la banda usado para absolutamente todo, desde banda de sonido de película de Hollywood hasta de marcha oficial en actos menemistas fue tocado a mitad y al final-final de un set de 24 canciones. Y fue recibido como puede suponerse fácilmente. Incluso permitió un momento divertido extra, con esa coreografía que el cantante y otros instrumentistas ensayan con bastante gracia pese a su amateurismo en la cuestión. Sobre la otra, la del Che con una explícita iluminación socialista, todo se ha vuelto marcial (era un vals), pero sigue igual de cariñosa para con el héroe, con particular adhesión del público también. Evidentemente, sobre este triángulo de canciones concebidas a principio de la década puede entenderse el romance de una buena porción del público rockero argentino con la banda, que se potencia con otras tantas más recientes. De este modo, los Cadillacs parecen contar con larga vida en el gusto masivo, así como siguen creciendo fronteras afuera del país. Aquí, la base está.
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