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SUBRAYADO
La música no acepta boca de urna
Por Eduardo Fabregat

En la semana que pasó, la tevé argentina ofreció uno de esos momentos que sirven como piedra de análisis. La cobertura de las elecciones por parte de los equipos de noticias permitió asomarse al repetido esquema de encuestas a boca de urna, cobertura de los votantes célebres y las escuelas anónimas, análisis políticos y encarnizadas pugnas por quién dio al ganador y en qué minuto revelador. Un deporte de aristas tan artificiales como esta elección nutrida de promesas de pronóstico reservado, repetidas a lo loro. Cuatro días antes de los comicios ganados por De la Rúa, “La Argentina de Tato” había jugado con el tiempo: el tiempo de los viejos programas del Actor Cómico de la Nación y el tiempo del 2499 en que se situaba a los estudiosos del argentinólogo Helmut Strasse. Y el tiempo real del espectador, sentado frente a la pantalla para ver a un artista que se fue hace casi cuatro años y sigue diciendo verdades. Esa abstracción del tiempo –esto podría ser de ahora o de las elecciones de...–, que en los noticiarios fue involuntaria y tediosa, con la idea de los hermanos Borensztein para homenajear a su padre se vistió de genialidad. El futuro suele ser una incógnita, pero en la Argentina hay cierta clase de incógnitas que no son tan difíciles de despejar. Basta con revisar el historial político y social, comprobar ciertos ciclos y conductas y hacer proyecciones, y si no, alcanza con la frase que Tato puso en labios del simbólico José Luis Manzano: “Ganamos nosotros, Tato, y nosotros somos todos los políticos”. Con esa característica argentina tan difícil de describir, el clan Bores hizo arte.
El arte, claro, se lleva de patadas con la futurología. Y, sin embargo, una de sus ramas, la música, viene sufriendo una serie de transformaciones inevitables, relacionadas con la arrolladora marcha del futuro. O, más bien, con una ecuación que sacudió toda la estantería: la que relaciona al tiempo y el desarrollo de la tecnología. Una ecuación progresivamente acelerada e inversamente proporcional: cada vez más rápido, en menos tiempo, se generan tecnologías más avanzadas. Esto, que parece simple cháchara frente al hecho “puro” de la música (la música más fiel es la que sucede en el momento, dice Robert Fripp), está lejos de ser una minucia.
Faltan apenas dos meses para que se compruebe la verdadera dimensión de algo llamado 2YK, mucho más concreto que las especulaciones sobre si el siglo XXI comienza este 1º de enero o el próximo. Mucho más concretas son, también, las tecnologías aplicadas a la música, que producen una explosión de posibles caminos similar a la que propuso el rock and roll en los 50. El fenómeno de aceleración es fácilmente comprobable: basta confrontar cuánto tiempo reinó el soporte de disco de vinilo, con el suspiro que significó el advenimiento del Digital Audio Tape en su versión comercial. Hoy, el CD de audio ya es considerado poco menos que una antigualla, frente a las posibilidades que ofrece, por ejemplo, el DVD-ROM, capaz de soportar gran cantidad de información de audio, gráficos y video y una gran interactividad con el usuario. David Bowie propone el mostrador virtual de Internet para vender su disco antes que el negocio al viejo estilo, e incluso como forma de evitar el trajín físico de las giras. Y tanto él como varios músicos anónimos se plantean qué uso integral puede hacerse de una plataforma mucho más compleja que la simple música. El último concierto benéfico del siglo tuvo cerca de diez millones de visitas al sitio virtual NetAid, pero el Giants Stadium, donde se originaban las imágenes de los Estados Unidos, apenas vendió 30 mil de sus 62 mil localidades.
Que la tecnología exista no significa necesariamente que haya que explotarla hasta sus últimas consecuencias. Pero allí radica la citada diversidad de caminos: en la otra punta –es un decir– se ubica el músico que aún prefiere el mero acto musical y la sala de ensayo, y eso encierra una toma de posición hasta ideológica. Pero en los sitios de Internet que ofrecen catálogos de MP3 (la forma de compresión de archivos que significó el salto definitivo para la música en la red) también aparecen grupos desonido rabioso, ultrarrockero y, a pesar de todo analógico, lo que vuelve a demostrar aquello de los grises antes que el blanco y negro radical.
En todo esto, de cualquier modo, los más preocupados no son los músicos sino los intermediarios. En su libro U2 at the End of the World, el periodista Bill Flanagan inserta un capítulo en el que el manager de los irlandeses, Paul McGuinness, explica la larga y tortuosa negociación con los sellos Island y Polygram a la hora de renovar el contrato del grupo. La principal puja fue una cláusula que trataba de liberar para el grupo los derechos sobre “posibles soportes tecnológicos a desarrollar en el futuro”. En el libro de 1993, McGuinness preanunciaba la movida de Bowie, relatando la intención de U2 de que su público “baje directamente de Internet, inmediatamente después de terminado, el disco nuevo”. A pesar de su poder, McGuinness no pudo torcer el brazo de los ejecutivos: tanto Pop como la recopilación de singles de U2 que siguieron a Zooropa respetaron el camino habitual. El camino que convierte a un artículo cuyo costo promedia los 5 o 6 dólares en un producto final cotizado a 20 o 22. El gran peligro del futuro, para los “corbatas de seda” del Primer Mundo, es que amenaza seriamente su parte del león.
La Argentina, claro, es un escenario aparte, por las mismas razones esgrimidas en campaña por todos los políticos... incluyendo a los mismos responsables del desbarajuste social. Pero eso no significa que sea tierra de nadie. Y aquí, en un país en el que los rockeros más legendarios han sido objeto de estafas varias y cualquier cosa puede suceder, se deduce que la revolución tecnológica aplicada a la música puede llegar a ofrecer un panorama sencillamente fascinante. A pesar de que el “nosotros ganamos” de Manzano bien puede adherirse a los políticos de la industria musical.
Quizá tanta euforia cibernética sea en vano. Quizás el 1º de enero del 2000 la red estalle, y se borren todos las músicas virtuales que flotan en ese espacio indefinible, y el fantasma en la máquina se dé una panzada de ceros y unos y ya no haya lector láser que entienda lo que encierra un moderno minidisc. A diferencia del mundo político retratado por Tato, en la música hay aún personajes a los cuales no hay manera de adivinarles el futuro. Y eso resulta más excitante que el formato en que se presenten.

 

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