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Por Martín Pérez Desde Nueva York Todo empieza cuando aún no ha empezado. Mientras la gente busca sus ubicaciones, sobre el escenario del Opera House del Brooklyn Arts Museum descansa un enorme libro. Sus hojas se pasan solas, como movidas por el viento, de adelante para atrás. Un reflector lo ilumina, y es como si la mismísima edición original de la obra mayor de Herman Melville hiciese las veces de prólogo mudo de Canciones e historias de Moby Dick, el show multimedia con el que este mes Laurie Anderson regresó a los escenarios neoyorquinos. Fue precisamente en este escenario donde, dieciséis años atrás, la niña freak de los ochenta se consagró interpretando Estados Unidos I-V, su primer show multimedia, el que contenía el hit "O Superman", que hizo que Warner quisiese tener este bicho raro de la vanguardia neoyorquina en su catálogo. Tal como escribió la revista Time Out, Anderson fue "la cerdita inteligente cuyos elaborados monólogos escénicos ayudaron a que el under artístico neoyorquino saliese de las sombras durante la era lo-tengo-todo de Reagan". Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces, hasta llegar a estos agónicos noventa en los que Anderson sigue siendo una artista multimedia, pero en este último (y no tan último) tiempo los medios se ha preocupado más por los avatares de su pareja con Lou Reed que por sus escasas presentaciones. Mientras tanto, para el mundo discográfico apenas si es una artista "difícil de escuchar", tal como ella misma se burla y lo confiesa. Ya no es una figura pop, y Warner la ha degradado/ elevado a su sello Nonesuch, el reservado para los compositores serios. Por eso es que se habló tanto en Nueva York de su regreso: porque la cerdita inteligente había encontrado un nuevo objeto al que observar atentamente. Y porque iba a ponerlo en escena, para que sus antiguos seguidores pudieran observarla otra vez a ella con igual atención. "La idea surgió tres años atrás, cuando un productor televisivo se me acercó con la propuesta de hacer un CD-Rom para alumnos secundarios", explicó Anderson. "Era una especie de programa de literatura, y en él varios famosos recomendaban sus libros preferidos. Robin Williams haría Dickens, por ejemplo, y otros había elegido a Salinger o Huckleberry Finn. Y yo elegí a Moby Dick." El proyecto, como sucede con los proyectos, nunca se realizó, pero luego de leer una y otra vez la novela, a Laurie Anderson le pareció que tenía algún sentido tratar de hacer algo con ella. "El tema central de Moby Dick es una vieja obsesión estadounidense: que el tipo que está a cargo de todo está fuera de sus cabales y todo el mundo lo sabe. ¡Pero nadie abandona el barco!." Moby Dick no es un tema nuevo para ella. Uno de sus primeros trabajos, un film independiente de 1975 llamado Dear Reader, ya estaba basado en Melville. Home of the brave, su película/disco de 1986, contenía un celebrado juego de palabras sobre el tema ("Mo by Dick, never read it", traducible como "¿Mo, por Dick?... nunca lo leí"). Y la primera frase de Moby Dick --la fascinante "Call me Ishmael"-- devenida en verso final de esta nueva obra ("Yo fui el que quedó para contar la historia/ llámenme Ishmael"), ya formaba parte del tema "Blue Lagoon", del álbum Mister Heartbreak. "No es raro que me haya fascinado de toda la vida, ya que es el maestro de irse por las ramas", bromeó Anderson. "Algo así es lo que hago en mi adaptación, que es apenas un 10 por ciento Melville y un 90 por ciento yo. Está llena de mi clásicas frases 'de cualquier modo' o 'mirándolo de otra manera'." Aunque Anderson --que actuó sólo una vez en Buenos Aires, cuando comenzaban los '90-- sube a escena con su clásico violín, Songs and stories... es diferente a sus clásicos shows. Para empezar, está el asunto de que por primera vez colabora con otros actores interactuando junto a ella. Es más: por primera vez trabaja con una directora de escena (Anne Bogart), y ha escrito temas para ser interpretados por otros. Algo que pesa en detrimento del disfrute del espectáculo. Como bien escribió Eric Weisbard en el Village Voice: "Los actores, cantando sus clásicos discursos rítmicos, parecen estar realizando una parodia de ella misma". Como suele suceder en los espectáculos de Anderson, la clave está en las palabras. De allí es donde llegan los mejores momentos del espectáculo, cuando sus monólogos se preguntas cosas ridículas --como el nombre de la hendidura en el labio superior, justo abajo de la nariz-- y las respuestas siempre son bellas o inteligentes. O las dos cosas a la vez. Como buena lectora, la mejor escena llega cuando se presenta sentada en un sillón blanco enorme como una ballena, muy pequeña en sus almohadones, con sus botas rojas y un libro abierto sobre su regazo. "Más que nada, yo amo las palabras", dice Anderson. "Animan todo lo que yo he hecho. Cada vez que alguien me pregunta si lo que aparece antes es la música o la letra, yo recuerdo que lo que más me interesa del trabajo ajeno siempre son las palabras. Alguna vez alguien me preguntó con quién hablaba sobre el escenario, y entonces me di cuenta que le estaba hablando a una versión más triste de mí misma, alguien que necesitaba reír y pensar las cosas de otra manera. Y para eso sirven las palabras." Fanática por el sonido de las palabras de Melville, para llevar su novela al escenario Anderson confiesa haber contado con la ayuda de una Biblia profusamente subrayada, que perteneció al autor de Moby Dick. "Así me di cuenta que la ballena es una serpiente, y que el mar es su paraíso", cuenta. "Y también me centré en el hecho de que la pregunta más importante del libro es sobre la posibilidad que una creación sobreviva a su Dios. 'No hay nadie aquí arriba', grita Ahab, y así es. Y me parece que ése es un descubrimiento típico de fines del siglo veinte. Que podemos no creer en nada, pero sin embargo no moriremos aplastados."
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