Por Martín Pérez Estábamos
cerca del límite del desierto cuando las drogas comenzaron a hacer efecto. Esa es
la primera frase del mítico libro de Hunter S. Thompson, el periodista gonzo que reflejó
como pocos la pesadilla en la que degeneró el sueño estadounidense de los años sesenta,
el nosotros-contra-ellos de una generación que terminaría volviéndose contra sí misma.
Y esa es, también, la primera frase del film que Terry Gilliam ex Monty Phyton y
director de Brazil y 12 Monos consumó basándose casi religiosamente en el libro
original. Mucho se ha hablado de la necesidad de traicionar a un libro para poder llevarlo
al cine, pero en el caso de Pánico y locura en Las Vegas (que en la traducción local
perdió el miedo y el asco de su título original) el excesivo Gilliam eligió el camino
inverso: la fidelidad. El resultado es un viaje de ida al corazón paranoico del dúo de
drogadictos más patético y desquiciado que ha dado el cine de Hollywood, una
instantánea delirante y ansiosa, pero con el pecado de carecer de ansiedad. Gilliam es
quirúrgico antes que vertiginoso al retratar el libro de Thompson, y tal vez allí
radique la mayor falla de su película. Pero también ése es su logro mayor: arriesgarse
a intentar transportar en forma casi literal a la pantalla, en toda su gloria y también
en todo su delirio, el caos de la prosa y la imaginería apocalíptica e incendiaria del
redactor estrella de la mejor época de la revista Rolling Stone. Subtitulada en su
edición original como un salvaje viaje al corazón del sueño norteamericano,
la anécdota central del libro y del film es cómo un sencillo encargo
periodístico en Las Vegas deviene en una aventura única, alimentada por todo tipo de
drogas. Teníamos dos bolsas de marihuana, sesenta y cinco cápsulas de mescalina,
cinco planchas de ácido, y toda una galaxia de las más variadas pastillas, enumera
el narrador al comienzo del relato. No era que necesitábamos todo eso para el
viaje, pero una vez que se comienza a coleccionar drogas, la tendencia es ir lo más lejos
posible. El narrador es un tal Raoul Duke, interpretado por un casi irreconocible
Johnny Depp, cuya caracterización es una reverente caricatura de Thompson. Su
acompañante es el Dr. Gonzo, su abogado (caracterizado por el sorprendente Benicio del
Toro), quien se pasará todo el viaje dándole ridículos consejos legales. La excusa
inicial para la aventura es la cobertura de una carrera de motos en el desierto. Pero el
desquicio adicto comienza en el decapotable en el que realizan su camino de ida, y no
terminará hasta la hora de volver de la ciudad de los casinos. En el ínterin, la cámara
de Gilliam no se olvida de recorrer ninguna de las memorables escenas del libro original:
la huida horrorizada del hippie que antes les hizo dedo, el check in en ácido en el
hotel, el mal viaje del Dr. Gonzo cuando exige a los gritos ser electrocutado mientras
escucha al grupo Jefferson Airplane,la fascinante convención antidrogas a la que terminan
asistiendo y sigue la lista. Antes, durante y después de cada escena, el texto original
de Thompson suena desde la voz en off, tratando de darle entidad colectiva a las páginas
sueltas. El resultado, aun a pesar de tanto caos (argumental y en la pantalla), es
heroicamente cercano al caos del libro. Sin el entusiasmo, eso sí. Si al leer el libro es
posible revivir el espíritu combativo de la época, la película, en cambio (filmada
treinta años más tarde), carga con la resignación de lo que no fue. Y entonces lo
único que queda es el (mal) viaje. Pero... ¡qué viaje! La destrucción de un cuarto de
hotel nunca fue retratada con tanta convicción como aquí: muebles convertidos en
instalaciones artísticas, copiosas inundaciones, records de servicio al cuarto y collages
como empapelados. Todo es posible en el desquiciado mundo de Duke y el Dr. Gonzo, lanzados
como están en busca de sus límites y de un sueño al que no logran alcanzar. Suerte de
acto de amor hacia un libro que puede ser visto como el mejor testimonio de la
contracultura de los sesenta, en Pánico y locura... aparecen tanto su autor como el arte
de Ralph Steadman, el ilustrador de su primera edición. También apoyan el proyecto todo
tipo de personalidades, que asoman su cabeza aquí y allá: Cristina Ricci (interpretando
a una artista adolescente que sólo pinta retratos de Barbra Streisand), Cameron Diaz,
Ellen Barkin, Harry Dean Stanton, Flea (de Red Hot Chili Peppers) y Lyle Lovett. Todos
ellos, seguramente, tan respetuosos del libro original como Depp y Gilliam. Y orgullosos,
seguramente, con el resultado de tanta reverencia: un film agotador e imposible
pletórico de personajes con aureolas blancas en sus fosas nasales, mezcla de Alicia
en el País de las Maravillas con El resplandor, alentado por el espíritu de
tiempos que nunca regresarán, y que incluso tal vez jamás estuvieron donde se suponía
que estaban.
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