Por Horacio Bernades
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del videoclip y la publicidad en sus comienzos, realizador de Seven, David Fincher sigue
teniendo un gran sentido del marketing. Sabe provocar sin dejar de entretener, pegar para
que el golpe suene fuerte, llevar de la nariz al espectador. Con El club de la pelea
(insípido título local para el muy pegador Fight Club), Fincher confirma que su máxima
especialidad es la manipulación. Fincher manipula registros, géneros y estilos. Manipula
temas provocativos, logrando que un océano de polémicas mediáticas haya envuelto el
lanzamiento de su film, algo sumamente beneficioso. Manipula al espectador, creando un
impactante edificio estético que luego se ocupará de derrumbar. En El club... Edward
Norton es un yuppie solitario, sufre de madrugada cuya libertad parece alojarse en el
control remoto. Trasladando el surfing a la realidad, El Narrador comenzará a pasearse
por infinitos grupos de autoayuda. Pronto descubrirá el placer del dolor en el cuerpo
propio, tras su azaroso encuentro con Tyler Durden (un desaliñado Brad Pitt), especie de
gurú salvaje. La religión de Durden consiste en devolverle al macho lo que se supone que
la civilización le quitó: el vértigo del salvajismo, la violencia, los días en que el
hombre salía a cazar a brazo desnudo. El ritual son las trompadas, magullones y litros de
testosterona. El club de hombres mutará en sociedad secreta y derivará en una forma de
anarcoterrorismo, que se plantea primero pequeños atentados y enseguida derribar el
estado consumista. Máximo goce de este esteta de la manipulación, para el último tercio
Fincher se reserva una vuelta de tuerca de total arbitrariedad. No faltarán quienes vean
en este capricho la cifra última de un genio del metalenguaje, la subversión y el
deconstructivismo. En la kermesse de las ideas de fin de milenio, no sería de
extrañar.Como su protagonista, Fincher surfea. La película empieza como videoclip a todo
trapo, imágenes digitalizadas que recuerdan la presentación de Fútbol de
primera y The Dust Brothers bombeando tecno. Sigue como sátira cruel, burlándose
de los grupos de autoayuda. Luego, Fincher olvida toda experimentación visual y hace un
culto de lo sado-maso, el homoerotismo hard y la ultraviolencia, insinuando entre otras
cosas que lo mejor que se puede hacer con una mujer es fajarla. Termina coqueteando con
cierta idea de rebelión fundada en el músculo, el irracionalismo y la justicia por mano
propia. Coquetear es la palabra clave: es lo suficientemente astuto para no
afirmar nada, cubriéndose las espaldas con el manto del cinismo cool. Quien sugiera que
esta versión hormonal de la new age es complaciente con el fascismo quedará como un
imbécil. Mientras tanto, fachos y fashions saldrán encantados y con ganas de romper
todo, aunque sea para probar si es tan lindo como se ve en El club de la pelea.
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