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Por Hilda Cabrera Al teatro isabelino se le reconoce la innovación de yuxtaponer elementos trágicos y cómicos y a William Shakespeare, la de crear caracteres que en sí mismos reúnen elementos contrapuestos. Así, un personaje puede ser fuerte y débil, sobrio y grotesco. La comedia y la tragedia (en términos del teatro clásico) no están sólo en una misma obra sino en el interior de cada protagonista. La puesta que Roberto Sturua ofrece en la Sala Martín Coronado cumple a rajatabla con ese reconocimiento de lo ambiguo en cada cual, expresado después magistralmente en el teatro por Anton Chéjov. Director desde 1978 del Teatro Rustaveli de Georgia, con cuyo elenco presentó dos obras en Buenos Aires (Ricardo III y El círculo de tiza caucasiano), además de otras, conduciendo en gira al Teatro Vajtangov de Moscú y a elencos argentinos (Madre Coraje y Las visiones de Simone Machard), Sturua demuestra aquí su talento para manejar diferentes códigos. Los personajes van y vienen por entre una escenografía quieta --que incluye vacas y cerdos de utilería, lapiceras de pluma (para la firma de un "diabólico" trato), computadoras y teléfonos celulares--, armando y desarticulando escenas con su sola presencia. Son individualidades que no tienen principio ni fin, arrebatadas por sus pasiones, como el mercader cristiano Antonio, que abre y cierra melancólicamente el espectáculo proclamando su tristeza, acaso síntoma de un profundo desasosiego ante el entorno. Esta manera de crear sobre una conjunción de estéticas destaca el valor del juego en el teatro. Algunos personajes se encargan incluso de recordárselo al espectador. El teatro es efímero, vulnerable, y puede transformar lo invisible en real. Se busca el deleite, tanto a través de la escenografía y el vestuario como de la música de Giya Kancheli, y el diseño de luces del mismo Sturua y Georgi Alexi Meskhishvili. En ese contexto, la controvertida figura de Shylock (Roberto Carnaghi), el prestamista judío que intima al mercader Antonio (quien le ha inferido toda clase de humillaciones) a pagar su deuda el día fijado, porque en caso de no hacerlo le arrancará una libra de carne de su cuerpo, aparece menos subrayada que en el texto original. Si bien algunas escenas destacan el desprecio hacia el judío, Sturua relativiza el antisemitismo al acentuar el carácter ambiguo de cada quien. Esta actitud no genera debate sino desconcierto. No existe tampoco en la obra un discurso que se oponga, por ejemplo, a la impresión que produce en el espectador ver a Shylock volver de una fiesta de cristianos con el caftán raído y marcado con la estrella de David. De modo que lo que podría ser un alerta frente a la discriminación, se reduce a una divagación ociosa. La puesta de Sturua exhibe un trabajo sobre el tiempo. No presenta en ella una única experiencia referida al pasado, sino también una circunstancia actual. El georgiano hace suyo, lo que se dice de Shakespeare: que sigue vigente porque en sus obras no existe pasado ni futuro, sino un presente continuo, como sucede en la música. Por otro lado, la ambigüedad tiñe toda la obra. Nadie es totalmente generoso o avaro, de modo que la responsabilidad, si es que existe, es compartida. En este montaje, la fantasía es parte constitutiva de la actuación, que se extiende incluso a la pantomima. Los personajes dan saltitos, se regocijan, dicen amar y maquinan venganzas, todo a la manera de una farsa posmoderna. Es la que practican, entre otros, la rica heredera Porcia y su doncella Nerissa que, disfrazadas de abogado y escribano, defienden al endeudado Antonio. Porcia es quien abate a Shylock y destruye su trato, recordándole además su condición de extranjero y el delito que implica conspirar contra la vida de un ciudadano véneto. Aun cuando el tema central es el racismo, la puesta de Sturua mantiene un clima extrañamente festivo y un sentimentalismo tan sobrio como amanerado. Resurge también aquí el pedido de clemencia (¿por qué no después de un expolio?), esa caridad que con sombrío sarcasmo Shakespeare retomó en Medida por medida. Si es cierto que la cultura se cuenta a sí misma, esta obra --escrita entre 1595 y 1596--, coincidiendo con una etapa de fuerte antisemitismo en Inglaterra, atraviesa épocas. La discriminación queda formulada, pero esto no le bastará seguramente a un público sensibilizado tanto por el antisemitismo como por otras formas de marginación. Fuera de esto, el montaje en la Coronado cuenta con trabajos relevantes, comenzando por el vital de Roberto Carnaghi (Shylock) y los ajustados de Ingrid Pelicori (Porcia) y Horacio Peña (Antonio). En otros roles se destacan muy especialmente Horacio Roca (Bassanio), Rita Terranova (Nerissa), Jean Pierre Reguerraz (creativo en sus tres roles), Elsa Berenguer (el Dux), Tony Lestingi y Claudio Da Passano.
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