Al tipo le gustó que Videla diera el golpe. El país era un caos y sólo los militares podían meter orden. Porque son tipos duros, castigadores. No son como los políticos, esos que aparecían por la televisión tratando de frenar el golpe, diciendo que había que adelantar las elecciones para noviembre de ese año, de 1976. Qué elecciones, por favor. El país no se arregla con elecciones, piensa el tipo. Y lo piensa porque quiere machos en el gobierno. Y los machos, en este país, llevan uniforme. El tipo tiene un pibe. Buen pibe, ejemplo de pibe. Nunca anduvo en nada. Terminó el secundario y ahora va a entrar en abogacía. Un día, el pibe hace camping con unos compañeros. No muy lejos. Ahí, por Pilar. Tocan la guitarra, se toman unas cervezas, todo livianito, todo bien, porque el pibe es así, limpio, nunca estuvo en nada, nunca va a estar en nada. Y ahora toca la guitarra y se come un choripán, ahí, en Pilar, con sus amigos. Y llega un camión de milicos y los milicos se los llevan a todos y el tipo no lo ve más al pibe. Después averigua que los milicos buscaban solamente a uno, a uno que figuraba en la agenda de un guerrillero, a uno que no era guerrillero, pero, claro, estaba en la agenda, así que era como si lo fuera, un amigo, un cómplice, un tibio o un indiferente. Vaya uno a saber, le dicen al tipo. De modo que los milicos aparecieron y se llevaron a todos. El tipo dice que su pibe era ejemplar y no estaba en nada. Y le dicen que no, que si no hubiera estado en nada no habría ido a comer choripanes con subversivos. Y el tipo ya no sabe qué pensar. Sólo alcanza a pensar que acaso no debió festejar tan alegremente lo que pasó ese día de marzo, el día veinticuatro. Que si hubiera ocurrido otra cosa hoy lo tendría al pibe. Y el tipo (que es un pobre tipo) se siente exactamente lo que es: un infeliz. Un infeliz al que ya no le gustan tanto los uniformes, un infeliz que ya no pide mano dura. Un infeliz que sabe que es tarde. Años después, otro tipo (muy parecido al anterior) está harto de la delincuencia en la provincia. Quiere mano dura. Vota a Ruckauf porque ni loco va a votar a esa zurda, atea, abortista, anticristiana y --esto es lo peor-- mujer. Vota a Ruckauf y se alegra cuando Ruckauf lo pone a Rico a cargo de la seguridad. Ahora sí. Ahora van a ver los chorros. Llegó la hora de los halcones. Una tardecita de domingo el tipo sale a comprar cigarrillos. Hay un sol tibio, pájaros, silencio, una maravilla. Llega al kiosco de la esquina y se pone a hablar con el dueño. Hablan de fútbol; porque el tipo es así: le gusta hablar de fútbol, hablar con el kiosquero y comprarle cigarrillos, es tan dulce la vida. De pronto, aparecen dos chorros. El tipo se sorprende porque ya se había vuelto raro eso de los asaltos. Los chorros lo afanan al kiosquero y le piden la billetera al tipo. Pero las cosas han cambiado. Ahora hay seguridad, mano dura, rigor. Aparecen los halcones del orden. El tipo los ve venir y se dice: "Yo sabía". Y siente un calorcito en el pecho: él sabía que no le iban a fallar, que cuando los necesitara iban a aparecer. Y ahora están ahí, ellos, los halcones del orden, y no se andan con vueltas, no son gente de matices, donde ven un problema arrasan con todo, no queda nada, ni el problema ni lo que hay cerca del problema. De modo que, sin mayores matices, matan a los dos chorros, al kiosquero y al tipo. Y todo queda como estaba, el sol tibio, la tardecita calma, y la gente en su casa escuchando los partidos. Es tan dulce la vida. |