Parafraseando a Rosa Luxemburgo, el clima ideológico, político e intelectual de los noventa está signado por la última contrarrevolución triunfante. El triunfo capitalista es contundente y material, pero: ¿valió la pena? |
Por Atilio A. Borón Diez años es un tiempo más que suficiente para aquilatar los alcances y la dirección del proceso histórico abierto tras la caída del Muro de Berlín. Su consecuencia, en el plano ideológico, fue una insalubre borrachera neoliberal: el capitalismo ha triunfado, la superioridad económica de los mercados ha sido corroborada prácticamente, y el liberalismo democrático es, con todas sus irritantes injusticias y sus obvias limitaciones, el non plus ultra de cualquier esperanza de construcción de un orden democrático. Así como en el medioevo la teología condensaba en sus raciocinios la sacralización del orden social, en el capitalismo monopólico y globalizado de este fin de siglo ese indigno papel legitimador le cabe a la ciencia económica en su proceso de definitiva descomposición. En este sentido es bien claro que, parafraseando a Rosa Luxemburgo, el clima ideológico/político e intelectual de los noventa está signado por la última contrarrevolución triunfante. La caída del Muro certificó, con la brutal contundencia del ladrillo y el cemento, el cierre por derecha y reaccionario de lo que Eric Hobsbawm ha llamado el siglo corto. Para el neoliberalismo y sus publicistas el derrumbe de los socialismos realmente existentes y la posterior implosión de la Unión Soviética fueron como un placentero despertar luego de una horrenda pesadilla. Es que más allá de sus deformaciones y degeneraciones, particularmente dolorosas para los socialistas, la sola existencia del llamado campo socialista generaba algunos efectos positivos cuya ausencia es ahora motivo de muchas lamentaciones. Veamos simplemente tres dimensiones de este problema. En primer lugar, porque por defectuosa e ineficiente que haya sido la economía centralmente planificada lo cierto es que, en esos años, las grandes mayorías populares tenían al menos la posibilidad de comer, vestirse, protegerse de las inclemencias del crudo invierno del este europeo y tener acceso a ciertos bienes muy elementales, si bien de mala calidad, que hoy en día, en plena prosperidad neoliberal se encuentran completamente fuera de su alcance. Los datos son abrumadores, aun en los casos en que, supuestamente, la refundación capitalista fue exitosa, como en Hungría y en Polonia, para no hablar de Rusia. En la ex URSS la contrarrevolución asumió un rostro trágico rara mezcla de Iván el Terrible, Rasputín y Al Capone modelado por la sabiduría de la economía neoclásica administrada por Jeffrey Sachs, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Para tener una idea del éxito del neoliberalismo en Rusia basta con recordar que según la Unicef la esperanza de vida al nacer de los varones se redujo en algo más de seis años entre 1989 y 1994, y que en la actualidad Rusia figura, según recientes estudios de la FAO, como una de las 35 naciones del planeta en emergencia alimentaria, honrosa posición que comparte con países como Etiopía, Sudán, Ruanda, Bangladesh y Corea del Norte. El antiguo centro del Segundo Mundo se ha convertido en una lastimosa periferia del Tercero. En segundo lugar, el impacto de la desintegración del campo socialista se sintió con fuerza fuera de sus propias fronteras. Destruido el enemigo de clase en el campo internacional y debilitadas las organizaciones populares en el plano nacional el capitalismo volvió a su normalidad, demostrando una vez más que el mismo es incorregible y que la superexplotación, la exclusión social y la pobreza de masas no son vicios de un gobierno en particular sino rasgos endémicos de este tipo de sociedad. Las conquistas sociales y políticas que se verificaron a partir de la posguerra y que se plasmaron en el Estado keynesiano que en América latina adoptó los confusos ropajes del populismo lucen ahora,bajo la luz que proyecta esta década posterior a la caída del Muro, menos como resultados de las presiones internas de las fuerzas populares y mucho más como efecto de la presencia amenazante de los socialismos reales. Estos eran, más allá de sus aberrantes deformaciones, un preocupante recordatorio cotidiano de que, in extremis, las masas podrían en algún momento tener la mala idea de pretender tomar el cielo por asalto, como lo habían hecho en Rusia en 1917 y como estuvieron a punto de hacerlo en varios otros países europeos a la salida de la Primera Guerra Mundial. Para minimizar esa probabilidad era conveniente hacerse eco de las ansias reformistas que brotaban con fuerza de las organizaciones populares y seguir el sabio consejo del gatopardo: cambiar algo para que todo siga como está. Pero, una vez disipada la amenaza de la revuelta popular la zorra vuelve al portal, como canta Joan Serrat, el pobre a su pobreza y el avaro a sus divisas. Pruebas al canto: según autores tan diversos como Paul Krugman, Robert Reich, Richard Freeman, Kevin Phillips y muchos más los Estados Unidos experimentaron una fenomenal regresión social en los últimos diez años, con ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más numerosos y crecientes índices de inequidad social típicos del Tercer Mundo. Lo grotesco de esta situación es que ella se produce cuando la economía americana se halla en una fase expansiva y no en medio de una recesión. La situación en el Reino Unido es aún peor, y en el resto de Europa los ataques (afortunadamente no tan exitosos) a todas y cada una de las conquistas populares de los últimos cincuenta años han sido ininterrumpidos a lo largo de la última década. En América latina, en cambio, tales agresiones adquirieron una ferocidad sin precedentes, simbolizadas primero en la lúgubre galería de dictadores militares al estilo de Videla, Pinochet y tantos otros y, más tarde, en la figura de los yuppies tecnócratas y sus gobernantes democráticos que pusieron en marcha programas de ajuste tan reaccionarios que sus predecesores armados ni siquiera soñaron en implantar. Pero, desintegrado el campo socialista el desequilibrio en la correlación internacional de fuerzas era tan grande que las clases dominantes en el capitalismo sintieron que tenían, ¡por fin!, las manos libres para dar rienda suelta a sus más mezquinas reivindicaciones. La tentativa del Acuerdo Multilateral de Inversiones de establecer inmunidades jurisdiccionales en favor de las grandes empresas transnacionales, constituyendo una suerte de Estado dentro de los clásicos estados nacionales, habla elocuentemente de lo desenfrenado de las tendencias despóticas del capital en nuestro tiempo. Por último, el unipolarismo militar resultante del fin de la Guerra Fría nos deja un escenario internacional crecientemente convertido en un verdadero estado de naturaleza hobbesiano en donde el más fuerte, militarmente los Estados Unidos, se siente con derecho a intervenir a su antojo y donde le plazca, bombardeando poblaciones civiles e invadiendo países a voluntad, contrariando las más elementales normas del derecho internacional y liquidando en los hechos a las Naciones Unidas. Si la Guerra del Golfo declarada en contra de Sadam Hussein, un antiguo agente de la CIA que se autonomizó excesivamente, fue apenas un primer ensayo, la criminal matanza de Kosovo marca el comienzo pleno de una nueva época signada por la ley del más fuerte, la desaparición de Europa como actor significativo de la política internacional y el despliegue ilimitado de la prepotencia norteamericana como última ratio del actual (des)orden mundial. El genocidio kosovar fue seguido por una mezcla de indiferencia y temor por parte de Europa, cuyos gobiernos, salvo pocas y honrosas excepciones, han visto como el Viejo Continente se ha convertido ahora en escenario de guerras interminables declaradas con total impunidad desde los Estados Unidos. La sibilina pretensión de Washington de reconocer a un Kosovo independiente sería la última etapa de un proceso tendiente a asegurar la total balcanización de Europa, un resultado largamenteanhelado por los estrategas norteamericanos ansiosos de ingresar al próximo siglo con unos Estados Unidos fuertemente consolidados, con su hinterland bárbaro latinoamericano y caribeño adecuadamente integrado y controlado, y teniendo frente a sí, por una parte, a una Europa centrifugada por particularismos, regionalismos y provincialismos de todo tipo y debilitada por una hemorragia tribalística que le quita fuerza en la arena internacional; y, por la otra, a un caótico conglomerado asiático, en donde luego de la segunda rendición incondicional del Japón, esta vez ante el FMI y no ante el general Mac Arthur, sólo queda la presencia enigmática, amenazante hasta el tuétano, de China para desvelar el sueño de los ideólogos del imperio. En suma: la caída del Muro puso fin a un primer ciclo de insurgencia popular anticapitalista. Entusiasmada por este logro histórico la burguesía ha proclamado urbi et orbi el fin de la historia. En esto no hay demasiada innovación, pues este mismo anuncio lo efectuó a fines del siglo pasado, en la belle époque; volvió a hacer lo propio en la década del veinte, para terminar en la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto; y reincidió en este hábito en los años cincuenta, al decretar el fin de las ideologías. Cada uno de estos períodos culminó estrepitosamente. Los signos de nuestra época no son más alentadores: en un mundo completamente dominado por la lógica del capitalismo neoliberal la polarización social alcanza niveles catastróficos, las democracias se vacían de contenido, la inestabilidad e incertidumbre de los mercados hacen que aún sus más grandes especuladores presientan un final apocalíptico, y la paz, que según muchos acompañaría este triunfo de los mercados, quedó sepultada en el Golfo y los Balcanes. Antes de la caída del Muro estábamos mal; ahora, ¿estamos mejor?
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