Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Epidemias
Por Juan Gelman

na36fo01.jpg (14758 bytes)

t.gif (862 bytes) El dictador Pinochet negó la semana pasada todo vínculo propio con las violaciones de derechos humanos perpetradas bajo su largo reinado: "Mi primordial objetivo -–escribió al juez chileno Juan Guzmán Tapia al considerar 'improcedente' responder a las 75 preguntas del magistrado-- es el esclarecimiento de los hechos y mi ninguna participación en los mismos." Frase memorable, pero no solitaria: la acompañan otras manifestaciones de la epidemia de olvido que se propaga entre militares en los últimos días.

Otro contagiado: el ex marino Adolfo Scilingo, el más prominente "arrepentido", dice ahora que no recuerda un solo dato sobre la actividad represiva de las Juntas. Este hombre que turbado y perturbado ocupó horas y horas de Horacio Verbitsky y del juez Baltasar Garzón para contarla, se autoinventa una verdad afirmando que lo que dijo fue invención. El recurso es obsceno y con seguridad menos exitoso que la ejecución de los vuelos de la muerte.

"Lo del robo de menores (bajo la dictadura) es un cuento, una barbaridad inventada", profirió hace una semana otra víctima de la epidemia: el "Cachorro" Luciano Benjamín Menéndez, que en su haber cuenta -–entre otras cosas, muchas-- con la apropiación de más de veinte hijos de desaparecidos en los centros clandestinos de detención que regenteó como comandante del III Cuerpo de Ejército. Si esto sigue así, la sociedad argentina pronto gozará de la no existencia de la dictadura militar y los 30.000 desaparecidos se convertirán en otro cuento, tal vez un poco más terrorífico que los de Jacob y Wilhelm Grimm. Quienes sin duda habrían envidiado tal capacidad fabuladora.

Esas negaciones de la historia, la memoria y la verdad se deben, claro, a una posibilidad cierta de castigo. Pero no sólo. En "Crimen y perdón", un ensayo de 1987 sobre la "aberración" de la ley de Obediencia Debida recién aprobada, anotaba Ramón Alcalde: "La imposibilidad de asumir abiertamente la autoría y la apología de los medios empleados (...) es la demostración más evidente de que la ideología militar a la que aludimos es una ideología de encubrimiento y que el único modo de neutralizarla es poner de manifiesto los intereses reales a cuyo servicio ha sido articulada". Es que semejante ideología genera en las Fuerzas Armadas el llamado "espíritu de cuerpo", que se instala por encima del cuerpo social y al que hoy sigue hiriendo con su feroz silencio. En la negativa de las instituciones militares a proporcionar información acerca de la suerte corrida por los desaparecidos subsiste un totalitarismo: el que procura controlar a voluntad y capricho toda la vida social de la Nación. Los jefes y oficiales que no participaron directamente en la represión reproducen sin embargo esa ideología totalitaria al acatar los pactos de silencio impuestos por la omertà militar. Es difícil así distinguir al "nuevo" Ejército del viejo.

"Los ejércitos posmedievales son los primeros organismos sociales que enseñan metódicamente la esquizofrenia como estado colectivo", señala el filósofo Peter Slotedijk. Los represores argentinos la practican perfectamente. Han torturado, asesinado, robado bebés, pero viven, almuerzan y cenan tranquilamente con sus familias, propias y/o apropiadas. Al parecer no los visita ni el remordimiento, ni la piedad por las víctimas. Tienen consigo mismos relaciones "tan complejas como tristes", aventura Sloterdijk. Léase el caso Scilingo.

"Todo lo que hace a derechos humanos nos interesa, porque ésa es una forma de atacar al Ejército", declaró no hace mucho el teniente coronel Abel José Guillamondegui, involucrado en las actividades de espionaje desarrolladas por la Central de Inteligencia del III Cuerpo de Ejército. "Los derechos humanos son hoy la subversión", dijo más claro y más cortito alguna vez el Cachorro Menéndez. Para estos señores, la sociedad argentina no debe derribar el muro de impunidad que dos gobiernos civiles construyeron. Como el de Berlín, también ese muro caerá.

Vuelvo a Ramón Alcalde. No hay que exculpar a los responsables de la tragedia más grande de la historia argentina de este siglo, afirma en su ensayo, "porque una democracia que se niega a sí misma en lo que es su razón de ser, la defensa y promoción de los valores últimos de la existencia humana, deja de ser una democracia por más que retenga todas sus formas externas. Deja de ser democracia y se convierte en una societas sceleris, una confabulación para el crimen, donde la voluntad de perseguir el bien común es reemplazada por la lucha permanente y sorda para promover el interés personal a costa de los demás, y donde el único lazo social está constituido por esa misma intención". Si no me equivoco, Alcalde contó en 1987 todo lo que estaba pasando y terminó plasmándose después en la Argentina.


rep.gif (706 bytes)

PRINCIPAL