Por Martín Pérez Un adolescente
entra en una tienda de discos a comienzos de los años setenta en Inglaterra. Luego de
pasearse entre flamantes vinilos de Bob Dylan, Gilbert OSullivan y The Carpenters,
encuentra uno que llama su atención: el nuevo álbum de un tal Brian Slade. Lo compra con
algo de vergüenza, ya que el cantante aparece desnudo en la tapa, posando como para las
páginas centrales de Playboy. Con el disco en una bolsa de papel y el último número del
periódico musical inglés Melody Maker en sus manos, llega hasta su hogar y va directo a
encerrarse en su cuarto. Una vez allí, se prepara a escuchar por primera vez su flamante
adquisición, desplegando el arte de tapa del disco y leyendo sus últimas declaraciones.
Saca al vinilo de su funda, lo pone en el tocadiscos y Todd Haynes se ocupa de que se
escuche claramente el ruido de la púa antes de dejar sonar la primera canción. Al
recrear con tal precisión la excitación del fanático de la música pop al comprar un
nuevo disco y al recordar con puntillosidad de fan el perdido rito del vinilo,
Haynes deja en claro desde esta pequeña escena ubicada al comienzo de Velvet Goldmine de
qué va su film. Lejos de ser la adolescente celebración musical que bien se puede
esperar de un film de sus características, su magistral cuarto opus como realizador es
una desafiante, melancólica y madura reflexión sobre la música pop, y más
específicamente sobre una música pop que ya no está. Un verdadero festival de
cine de primera calidad, obra de un director en plenitud creativa, que hace uso y abuso de
todo tipo de recursos cinematográficos para contar la historia del ascenso, éxito y
caída de una estrella que encarna un mito transgresor cuyos brillos parecen llegados de
otro mundo para colorear el gris de la vida cotidiana. Basada en la historia de David
Bowie, Lou Reed e Iggy Pop, iconos de la provocativa sexualidad del más atrevido y
transgresor rock de los años setenta, lo que cuenta Velvet Goldmine en realidad es un
cuento de hadas del rock gay, que abreva en iconografía e historias de aquellos años,
pero llevándolas un poco más lejos. No es casualidad que su metraje se inicie con un
plato volador, dejando en claro que lo que se está por ver no es un documental sobre los
artistas antes mencionados, sino algo mucho más ambicioso, atrevido y auténticamente
transgresor. Obra de un verdadero erudito y fanático en la materia, Velvet... es un film
de rock que deja la excitación para el cerebro, y se planta ante un público que tal vez
quiera sólo saltar ante la música entregándole en cambio la historia de una música que
efectivamente los hará saltar, pero comenzando a contarla desde su entierro artístico e
invitándolos a dejarse llevar por a no olvidarse un cuento de hadas que se
toma todo el tiempo del mundo para ser contado como hace falta. Moldeado con El ciudadano
como modelo, el film de Haynes acompaña a Arthur (Christian Bale) un reportero al
que le han encargado una notasobre Brian Slade en su investigación sobre la carrera
del ídolo caído diez años atrás (representado magistralmente por Jonathan Rhys Meyer).
A través de los testimonios de su primer manager y de su esposa, de la renuencia a hablar
de su ídolo/amante (un por momentos sobreactuado, pero siempre en papel Ewan MacGregor),
y especialmente de todo tipo de libertades narrativas, Haynes reconstruye la
historia de Slade evitando crear una figura mítica, sino más bien excitante y
controvertida. En su historia hay originales y recreadores, hay perdedores y triunfadores,
y también hay una realidad a diez años del fracaso del Glam, el mundo desde el que
Arthur investiga en la historia y en sus recuerdos gris y resignada, que no
casualmente está fechada en 1984: el año del hermano mayor de Orwell, a cuyo servicio
ahora trabaja el rock de la nueva estrella Tommy Stone. En el esplendor y la generosidad
de sus imágenes, Velvet Goldmine aparece como un clásico cinematográfico, capaz de
llenar los ojos de cine y los oídos de música, y de fascinar, inquietar y seducir en
cada uno de sus movimientos. En él, Haynes juega libremente con todo tipo de mitos y
lugares comunes del rock, pero usándolos en su provecho, dejando en claro la
representación de los mismos de manera festiva y cómplice, sin alejar al espectador de
la trama, sino convocándolo a compartir la inevitable caída del ídolo. En ese
recorrido, sin embargo, el mayor logro de Haynes es no permitirse olvidar en ningún
momento pese a la lucidez de su retrato del mundo pop la genuina excitación y
la liberación que ese mundo puede generar.
|