OPINION
Una lección aprendida en carne
propia
Por Mario Wainfeld |
Ninguna
biografía se deja contar por un solo momento, anhelo que parece tan pretencioso como vano
si se intenta aplicar a una existencia tan pletórica de actividad, de creación, de
relaciones, de cambios de rumbo como la del ayer fallecido Jacobo Timerman. Pero sí es
posible que en la de algunos personajes, sobre todo en la de personajes públicos, haya un
instante que, aunque no borre el pasado, lo redefina y si no condiciona todo el futuro, lo
marque a fuego. Parece ostensible que el secuestro, el cautiverio y el martirio de
Timerman a manos de Ramón Camps y sus esbirros es el clímax de la vida del periodista
que murió ayer. A partir de ahí su obsesión, su norte, fueron la denuncia de las
dictaduras, de las violaciones de derechos humanos y la (re) valorización de la
democracia como diferencia, tan luego, entre la vida y la muerte. Defensa que, parece
superfluo decirlo, desplegó con el mismo talento y la misma brillante escritura con que
hizo todo lo demás. Con el aderezo, nada menor, de que fue lo que hizo hasta el fin. O,
por decirlo de un modo más tonante, aquello a lo que consagró su existencia.No fue un
demócrata de siempre, de la primera hora, galardón valga precisarlo que
podrían ostentar apenas un puñado de argentinos de su generación o la siguiente.
Número que menguaría aún más si se mira al grupo de los más relevantes, de los que
hicieron política de un modo u otro en el último medio siglo.Timerman, antes bien, fue
un fogonero ilustrado y calificado de décadas de golpismo. En sus semanarios se cocinó
el golpe contra Illia y se dio forma y letra a la autodenominada Revolución Argentina. En
La Opinión se festejó la primavera camporista y luego se fueron dando discurso y
argumentos a lo que luego sería la más sangrienta dictadura que asoló a las mujeres y
los hombres de esta tierra. Esa que, un día, estampó sobre su cuerpo y sobre su mente la
marca de tortura y lo convirtió en un defensor de la democracia y las leyes de una vez y
para siempre. Un enemigo de los que lo torturaron pero también de Augusto Pinochet, de
cualquier otro autoritario de la tierra. Lo que, penosamente, esta columna intenta decir
es que Jacobo Timerman es memorable por la confluencia de dos datos. El primero es una
biografía como hay pocas: la de un precursor, un innovador, un creativo, un periodista
impar, un escritor de primerísima línea. El segundo es su imborrable condición de
argentino, sujeto y objeto de décadas de historia de brutal intensidad, de tremenda
violencia e intolerancia que decantaron en intérpretes tan calificados y cultos
como Timerman o en mujeres y hombres del común de biografías más convencionales
en saber que la sumisión a la ley y la convivencia son el piso a partir del cual se vive,
un piso innegociable.Es, para la mayoría de los periodistas de cierta edad, una leyenda,
por su talento, por su temperamento, por sus rabietas, por su autoritarismo, por todo eso
junto. El protagonista de una miríada de anécdotas. Una leyenda que como nadie relató y
seguramente, como hace siempre quien relata bien en parte describió y en
parte recreó Osvaldo Soriano en memorables notas de Página/12.Pero si su muerte está en
la tapa de este diario y seguramente de muchos otros es porque amén de (antes que)
un profesional como pocos fue protagonista, testigo y víctima de la historia
argentina. Un elegido por su nivel, por su talento, por haber estado en la cresta de ola.
Pero al unísono, uno de los tantos que aprendió a anhelar la democracia y a odiar las
dictaduras en carne propia. |
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