Hacer
lobby en Estados Unidos es una tarea reconocida. Consiste en defender intereses
privados ante organismos públicos. Aquí no tiene sentido dado que los espacios públicos
y privados se han entreverado tanto que no se distinguen sus fronteras. Los ministros de
Economía no hacen carrera en partidos políticos o en la administración estatal sino en
fundaciones o centros de estudios que financian grupos particulares. Las corporaciones
económicas no esperan señales del gobierno, sino al revés. Las políticas públicas son
vaciadas en los moldes del mercado, que no sostiene la convivencia, en lugar de atender la
demanda social, hastiada de inequidad. Esas deformaciones son el resultado de la
inestabilidad institucional crónica, en la que, durante décadas, fueron más
determinantes los llamados "factores de poder" que la voluntad popular. Así,
por ejemplo, para designar un ministro de Educación importó siempre más las relaciones
del candidato con la Iglesia Católica que su preparación para la tarea. Los lobbistas
criollos ocupan cargos en el gobierno.
No es fatal ni obligatorio que suceda de ese modo. Por décadas el
árbitro institucional más fuerte fue el "partido militar" y cada reunión de
generales suspendía el aliento de la política. Hoy en día, hay más preocupación por
el comando de la Policía Bonaerense que por la sucesión de Martín Balza en la jefatura
del Ejército. Igual tendrá que suceder con las otras corporaciones, en primer lugar las
económicas, para que las entidades republicanas rehabiliten la plenitud de las funciones
que les otorga la Constitución nacional. El primer paso en esa dirección implica la
reubicación del Estado en el timón de la nave y no en los remos. Desde que, a fines de
los años 70, quebró la noción del "Estado de bienestar" el mercado ocupó
todo el puente de mando. Después de veinte años de experiencia, ha quedado en claro que
el mercado sin Estado se vuelve mafia.
La administración de Raúl Alfonsín
transcurrió en los años de la "década perdida" de América latina con los
restos decadentes del "Estado de bienestar" y el mercado hostigándolo para
desplazarlo. La década de Carlos Menem reorganizó la vida nacional en los nuevos
términos del "pensamiento único", a costa de sacrificar a dos de cada tres
argentinos con la falsa promesa de un "mercado de bienestar". No realizó esa
ilusión, pero nada quedó igual que antes, aunque su segundo mandato fue la repetición
grotesca del primer sexenio. Ahora, es imposible dar marcha atrás y es indeseable seguir
adelante por el mismo rumbo. Basta revisar el estado de cuentas nacionales para comprender
que no se puede seguir así. El gobierno electo está parado en la encrucijada de lo
imposible y lo indeseable.
Para conformar al Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene que
producir un ajuste sobre los ajustes. En cambio, para iniciar la gestión con signos
promisorios hacia la sociedad, sobre todo hacia la clase media que votará el año
próximo en la Capital, el reajuste es lo menos indicado. Debería encontrar una vereda
intermedia, una cornisa entre dos abismos, pero ni siquiera sus colaboradores más
cercanos han logrado dibujar un mapa, aunque sea provisional, de esa senda todavía
inédita. Como lo demostró la gestión por el Presupuesto para el próximo año, por
ahora todo es virtual. Las cuentas de Roque Fernández no sólo están dibujadas al margen
de la realidad, sino que fueron alumbradas por el desgastado modelo de inequidad
insoportable. Además, la mayor parte de los hábitos adquiridos por el poder en estos
quince años de democracia son inválidos para hacerse cargo de un porvenir diferente.
Sólo acabar con el latrocinio como método para hacer negocios y castigar a los corruptos
emblemáticos aparece como una tarea titánica, por muy indispensable que sea para calmar
las ganas mayoritarias de justicia rápida y eficaz.
La sociedad, protagonista ineludible de la época junto con el Estado y
el mercado, tampoco ha salido indemne de las experiencias pasadas, que han dejado
sedimentos incrustados en el imaginario colectivo. El repaso en detalle del escrutinio
muestra un mosaico de culturas cruzadas que no alcanzan para definir un destino. El deseo
del cambio tropieza con el miedo a lo desconocido; el auge del movimiento social, con
miles de organizaciones no gubernamentales congregadas con fines específicos, está
atravesado por una despolitización escéptica, desilusionada y conformista; el rechazo a
la violencia cuestiona la demanda de mano dura para acabar con la inseguridad urbana. La
ambigüedad empapa las sensaciones populares, pero a la vez deja abiertas las definiciones
para el futuro.
Tanto en la coalición de gobierno como en la de oposición conviven
ambiciones antagónicas, sacudidas por la necesidad
de reacomodar las cargas sin liderazgos únicos ni programas uniformes. Los vetustos
aparatos de partido han dejado lugar a nuevas alianzas, pero sin que mediara un proceso de
saneamiento profundo en sus interiores. En Italia los partidos tradicionales sucumbieron
al trámite judicial de "manos limpias", dejando paso a dos coaliciones que
expresan con mayor nitidez, pero no sin fuertes contradicciones internas, proyectos
diferentes. Aquí el proceso comenzó al revés y debería desembocar en un huracán de
honestidad. Hay dudas razonables sobre la capacidad de los partidos que lideran ambos
bloques en el país para llegar hasta esas consecuencias. Bussi en Diputados, Corach en el
Senado, Barra en la auditoría general y Rico en la seguridad bonaerense expresan el
desorden metabólico de la democracia.
Todos estos datos conforman un cuadro desalentador, si el análisis se
detuviera en lo imposible, lo improbable o lo indeseable. Hay que anotar, sin embargo,
otros elementos de juicio antes de abandonarse al desencanto. Ante todo, lo que hay no es
una construcción artificial de alguna conjura. Es el reflejo de voluntades populares que
no por ello deberían ser acertadas, pero le otorgan en todo caso un grado importante de
legitimidad. Rico sería inexcusable del todo si la comunidad de su distrito no lo hubiera
plebiscitado para la reelección. Los cortes de boleta en el cuarto oscuro pueden indicar
mandatos contradictorios, pero expresan también el deseo de acabar con los unicatos y
propiciar los entendimientos. Nadie está en condiciones de negar hoy que la
premeditación en el voto no pueda convertirse mañana en un compromiso más activo de
participación, si no hay una renovación palpable de políticas públicas.
Lo único seguro en este momento es que no está dicha la última
palabra en nada. Cualquier predicción cerrada, mala o buena, no es más que una apuesta
al azar. Los procesos sociales, sobre todo las mutaciones culturales, son menos
previsibles que los anuncios meteorológicos. Están terminando veinticinco años de
hegemonía ultraconservadora absoluta, indiscutible, prepotente y consentida. En el
trayecto arrasó con las fuerzas que intentaron oponerse, en especial con las que se
imaginaban predestinadas a construir la sociedad de los justos, pero terminó devorando
sus propias entrañas. Hacia adelante hay otra oportunidad abierta y, por ahora, eso mismo
es un paso al frente. |