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Por Hilda Cabrera Mientras se crea que existen seres solidarios como Androcles, y que es posible "doblegar al poderoso por un instante", existirán fábulas que, como ésta (cuyo origen se remonta al griego Menandro, quien vivió entre 342 y 291 a. de C.), intentan confortar el ánimo de los que les ponen el pecho a los malos momentos. Escrita en 1912 por el irlandés George Bernard Shaw, Androcles y el león podía ser vista en su época como una pieza teatral enjuiciadora de las arbitrariedades de los poderosos. El ejemplo máximo sería el emperador César y su Roma pagana, y los sometidos, los primeros cristianos mártires. Aquella crueldad histórica que Shaw veía como respuesta a una fe que parecía amenazar el orden establecido, y por ende los privilegios de los dominadores, toma nueva forma en la versión de Los Macocos. Este grupo apunta a un desarrollo más doméstico, y de una comicidad sencilla, sin por eso obviar asuntos serios, como la inutilidad del martirio y la disyuntiva entre resignación y combate. Despegado del fino humor del autor irlandés, de los ritmos e imágenes de este creador de obras brillantes y mordaces, como La profesión de la señora Warren (1893), Cándica (1895), Hombre y superhombre (1903), Pigmalión (1913) y Santa Juana (1923), el grupo crea un espectáculo de cuño propio, sin relación con las paradojas ni las mistificaciones de los tiempos de Shaw (1856-1950), quien se inscribe, junto a Oscar Wilde, en la tradición intelectual del teatro británico. Producto de una labor artesanal y de un travieso histrionismo, la versión encuentra cauces más populares y autóctonos. El resultado no es parejo en sus logros. La irrupción del personaje del emperador (uno de los varios papeles que interpreta el carismático Daniel Casablanca) separa de alguna manera el antes del después en un espectáculo que, de allí en adelante, se convierte en una fiesta para el público. Si bien la anécdota cuenta un hecho pretérito, y el vestuario remite a una época precisa, la versión es atemporal en más de un aspecto. Lo subrayan las canciones, irónicamente bienintencionadas en sus referencias al poder ("que sólo persigue un ideal: perpetuarse a sí mismo"), pero inocentes como metafórica declaración de principios. Así, con letra del director Javier Rama y música de Jorge Maronna, el elenco canta: "Cadenas o dinero/ nos atan por igual./ Ayer nos perseguían,/ hoy nos querrán comprar./ Van a perseguirnos,/ cambiar nuestros nombres./ El poder no cambia;/ el que cambia es el hombre." De todas formas, el fervor puesto en lo que se dice impacta a la platea. Generadores de una envoltura musical hecha de murmullos y cantos breves, los intérpretes intentan llevar el espectáculo del rito al juego. Hacen teatro dentro del teatro y se permiten contar una historia sin temerles a la fractura y los choques. El elenco en su conjunto traspone épocas a través de un simple gesto o un retruécano bien colocado, cuando, contagiado del ingenio "macoco", mezcla lo bastardo con lo poético. Es justamente la pericia lúdica de los creadores de La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi la que permite salvar algunos baches de las primeras escenas de Androcles.... El acierto mayor se alcanza cuando los diálogos congenian lógica y locura, logrando torcer una situación. La versión está dirigida a un público amplio (la función de los domingos a las 17 es un indicio de ello), dispuesto a regocijarse con la humorada popular, tragicómica y autóctona de Los Macocos, en lugar de la afinada ironía de George Bernard Shaw.
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