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Jacobo

Tras la muerte de Jacobo Timerman, fundador de Primera Plana y La Opinión y autor de libros como Preso sin nombre, celda sin número e Israel: la guerra más larga, un retrato personal, y necesariamente arbitrario, de una de las figuras de este siglo.

Pocos representaron con la brillantez de Timermanal judío de la diáspora, centroeuropeo en el Once y del Once en Tel Aviv o Nueva York.

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Por Martín Granovsky

t.gif (862 bytes)  ”No quiero recordar mi infancia, pero la recuerdo todo el tiempo”, dijo en uno de esos momentos en que se le perdía la mirada y la boca tomaba una expresión triste, con el labio superior vuelto hacia arriba. Después explicó que le costaba caminar, que su cuerpo no tenía tono. Y aseguró que esta vez era en serio. Ese viernes de primavera en La Biela fue la última vez que vi a Jacobo. Es cierto que, como siempre, después de quejarse estuvo maravillosamente ingenioso con todos los que se acercaron a la mesa a saludarlo y llevarse una réplica chispeante. Aceptó enseguida el juego cuando Gabriel Werthein ofreció presentarle un homeópata y una señora. Lo siguió cuando la mujer de la mesa de al lado sugirió que la señora en cuestión podría ser su madre. Preguntó por todos los diarios y todos los periodistas, pero se quejó solamente de uno, a quien definió como “un hijo de puta”. Se interesó por la familia y omití decirle que ese mismo día mi hijo cumplía 13 años. No me gustó que supiera que no le haríamos el bar mitzva.Por un instante pensé que era el Jacobo de siempre, capaz de sobrevolar el mundo y cambiar de ánimo en segundos. Traté de pensar que no estaba tan mal. Le comenté que acababa de recibir de los Estados Unidos el diario que escribió en tiempos de Hitler el judío alemán Victor Klemperer. “Parece un diario de Anna Frank sin el encierro”, le dije. Escuchó el relato y prometió encargar el libro a su hijo que vive en Nueva York. Era raro. Durante 15 años había sido Jacobo el encargado de recomendarme libros tras contar el argumento con una pasión que hacía imposible no correr a devorarlos. Para él la lectura era parte de la vida, no un adorno, y la pasión intelectual debía convivir con otras. “¿Para qué voy a escribir, si tengo tanto para leer?”, se excusaba a veces, cuando le pedía una nota para el diario. Y otras veces, al revés, se ponía paternal: “Estás leyendo demasiado, no vas a tener tiempo para escribir”. Ese viernes en La Biela, me asustó pensar en la simple confirmación biológica de que el periodista de 28 años que entró un día en la redacción de La Razón se había convertido en un viejo de 43. Me asustó por Jacobo. Quizás era verdad que ahora estaba mal.Tal vez era cierto que volvía permanentemente a sus recuerdos del conventillo de su infancia, en el Once, porque no podía escaparle al principio cuando se veía morir.“Nunca conté lo del conventillo”, dijo.Sin embargo, hay dos páginas memorables en “Preso sin nombre, celda sin número”, el libro que escribió después de ser secuestrado y torturado durante la dictadura. Un párrafo: “Vivimos en uno de los barrios pobres de Buenos Aires, en una habitación, mis padres, mi hermano y yo. Hay dos camas, una mesa y un armario. Es un gran inquilinato, y mi madre está preocupada porque somos los únicos judíos”. Otro: “Estamos en el patio, donde a cada habitación le corresponde un lugar para colocar su cocina. Las cocinas son una especie de estufas a carbón, a la intemperie, con espacio para colocar dos ollas. Cuando llueve se cocina adentro de la habitación, en un Primus. Acabo de regresar de la carbonería, coloco unos carbones sobre unos papeles”. Y otro párrafo más lo dedicó Jacobo a las discusiones con su madre, que no quería coserles un disfraz de carnaval a él y a su hermano. Podía hacerlo, sí, para la fiesta judía de Purim. El diálogo en el libro: –Y de qué me voy a disfrazar en Purim?–Te voy a disfrazar de Herzl o Tolstoi, que fueron dos grandes hombres. Irás con una hermosa barba, y mirarás con seriedad a todo el mundo. Y dirás algunas palabras de algunos de los libros que escribieron. –Pero todos se van a reír de mí.–Solo los goim se van a reír. Los judíos no se ríen de la gente inteligente y estudiosa. –Madre, ¿por qué nos odian?–Porque no entienden. Después de ser torturado por Camps, que le pedía datos sobre los Protocolos de los Sabios de Sión y el plan sionista para adueñarse de la Patagonia, Jacobo escribió que nunca en su vida encontró una respuesta “que se acercara un poco siquiera al pozo de angustia en que vive el que se siente odiado”.El último viernes, cuando terminó de leer los salmos frente al ataúd, el rabino Daniel Goldman dijo que Jacobo había sido “uno de los grandes judíos de este siglo”. Es una definición extraordinaria. Jacobo supo narrar qué peligroso era llamarse “Jacobo” en la Argentina del ‘20 o del ‘30, durante el apogeo de los grupos fascistas, y qué significaba ser Jacobo delante de Camps. Y a la vez, pocos como él cultivaron así la vieja tradición judía de reírse de uno mismo, hasta cruelmente, con tanta crudeza que otro, si desconociera el fondo de esa ironía, incluso podría confundir la amargura con el cinismo. Y pocos representaron con su brillantez al judío de la diáspora, centroeuropeo en el Once, del Once en Tel Aviv, como nacido al mismo tiempo en Nueva York y Roma, en París y en un shtetl, los pueblitos miserables de los judíos en Ucrania y Polonia. Él parecía reunir la memoria colectiva de un campo de concentración nazi y de otro de la Argentina, la decisión de resistir del ghetto de Varsovia y el sobreagudo juguetón de los clarinetes en un casamiento judío. También tuvo la valentía moral de ser uno de los primeros judíos que rechazó públicamente la invasión israelí del Líbano y cuestionó después la negación de sus derechos a los palestinos. Y no cayó tontamente en la demagogia de culpabilizar solo a los judíos para exculpar a los árabes, como suele presentarse la réplica primitiva de la falsedad contraria. “Israel: la guerra más larga”, otro de sus libros, es una síntesis notable del gran judío del siglo. Jacobo lo escribió casi de un tirón, alternando sus apuntes sobre la invasión del Líbano de mediados del ‘82 con sus reflexiones de toda una vida. En Tiro, delante de otros periodistas y de oficiales israelíes, que solo pueden hablar hebreo o inglés, se encuentra con un libanés. Para confortarlo le habla en una de sus lenguas nacionales, el francés. “Quienes hemos estado presos, sabemos dialogar con los ojos para hacernos entender cuando nos obligan a hablar en presencia de los guardianes”, escribe. “Por eso sé que lo que dice este libanés que nos han presentado, afectuoso y cordial, es lo contrario de lo que veo expresado en sus ojos.” En francés, Jacobo le desea suerte. “Quisiera, por cierto, decirle mucho más, pero los presos sabemos qué peligroso es comprometer a alguien que queda bajo custodia. Sabemos que incluso escuchar puede resultar comprometedor. Inclino suavemente la cabeza cuando le doy la mano. ‘Adieu, mon cher Monsieur.’ Hubiera querido pedirle perdón.”Desde algunas ventanas, cuenta Jacobo, les dicen “Shalom”. Razona que quizás saludan en hebreo “porque todo ser humano necesita adaptarse a su circunstancia” como forma de esquivar el vacío. ¿Cuántas veces habrán hecho eso los judíos? “Yo soy aquí el ocupante, y se me hace insoportable”, escribe. “No contesto más a los saludos. No fraternizo con quienes he sometido por la fuerza.”Jacobo estuvo exiliado entre 1979 y 1984 en Estados Unidos, Israel y España. Cuando volvió, traía consigo esa síntesis y una comprensión lúcida de la transición democrática argentina, que recién comenzaba, alimentada por el sufrimiento a manos de la dictadura y su experiencia en Madrid mientras los españoles salían dolorosamente del franquismo.Conocer a Jacobo 15 años atrás suponía la posibilidad de acceder a esa síntesis encarnada en una persona fascinante. Era interesante trabajar en periodismo con una leyenda del periodismo que trabajaba. Lo recuerdo en la época más hermosa, cuando La Razón, todavía vespertino, ya no expresaba la razón de los servicios y entrañaba la aventura de sacar un diario entre muy pocos. La idea era mostrar lo nuevo. Jugarse con la revisión del pasado. Desmenuzar las operaciones de acción psicológica de las Fuerzas Armadas, descubrirlas e inutilizarlas. Acompañar a la Comisión Nacional de Desaparición de Personas. Darle una columna, por ejemplo, a Horacio Méndez Carreras, el abogado que se encargó de buscar la condena de Alfredo Astiz por el secuestro de las monjas francesas. Hacer crónica de todo y de todos. Comparar la transición argentina con las otras transiciones del mundo. Jacobo era un crítico feroz de la guerrilla, pero en todas sus indicaciones concretas sugería buscar más y más datos, más casos, más reflexiones sobre el terrorismo de Estado. Entrevió que el juicio a los comandantes, en 1985, sería un hecho histórico, y dispuso una cobertura amplísima. “Todos los días quiero una buena historia”, ordenó. “Deben haber leído Eichmann en Jerusalén, de Hanna Arendt, ¿no?”, preguntaba sin hacerlo, y al día siguiente traía un librito de ediciones Penguin poblado de subrayados rojos. O una crónica de Nuremberg. O algo de Graham Greene o Jorge Semprún. Se había instalado en medio de la redacción y, como se dice en la jerga del gremio, remaba con el resto de los periodistas. Le bastaba con su Underwood, negra y reluciente, que tecleaba veloz como una computadora. Anotaba los errores de una nota al costado del original, o abrochaba el artículo ya publicado a una hojita amarilla donde había escrito su crítica. A veces alcanzaba una frase: “Esto es una estupidez”. Otras había una pregunta: “¿Ernesto Sabato solo tenía palabras? ¿No tenía gestos, no estaba vestido de una manera, no expresaba sentimientos?”. Y los mejores papelitos eran los que tenían una propuesta: “La nota hubiera quedado mejor así” (y venían diez o quince líneas escritas). –Lo mejor es lo que hablan los periodistas en la redacción –decía cuando escuchaba chismes jugosos–. A los periodistas hay que ponerles un grabador y después mandarlos a la casa. Protestaba cuando veía falta de ganas o resignación ante la rutina:–Un periodista tiene que ser... ¡Crocante! Esa es la palabra.Podía ser tremendamente hiriente o despreciativo sobre alguien:–Es un idiota –decía marcando las consonantes.Y podía exhibir una generosidad ilimitada. Corregía con detalle, intercambiaba ideas y las reclamaba, sugería libros, preguntaba qué nota de un diario extranjero era la recomendable ese día, estimulaba cierta arrogancia emparentada con el orgullo y al mismo tiempo desarmaba sin piedad cualquier tono artificial y pretencioso. Jacobo siempre tenía a mano una anécdota, una frase, una historia de Poroto Botana o de Katherine Graham, un diálogo con Juan Perón o Arturo Frondizi. Empezaba una conversión preguntando: “¿Sabés...?”. Y después contaba, explicaba, destruía, se burlaba, o pintaba una personalidad con tremendo cariño, y sacaba su moraleja. Despertaba pasión por el oficio de periodista mientras se preguntaba qué sentido tenía ser periodista cuando había tantas cosas mejores en la vida. Se cuestionaba por qué vivir en la Argentina, en Buenos Aires, y una hora después estaba contando deslumbrado, con una cita de Sartre sobre París, qué linda era Buenos Aires cuando la lluvia la ponía brillante. Jacobo nunca fue un hombre correcto ni un moderado, ni un fanático de la equidistancia. Y podía ser feroz en la respuesta. Él mismo contaba su reacción en Estados Unidos, cuando en 1981 la Universidad de Columbia le entregó el premio María Moors Cabot y, en repudio, devolvieron su premio los ganadores de otros años, entre ellos Landrú, Máximo Gainza y Bartolomé Mitre. –Me acerqué a Escribano –relataba Jacobo mencionando las relaciones militares del actual subdirector de La Nación– y le dije: “¡Pero Claudio! Si no te pedían tanto...”.Buscaba sorprenderse y sorprender. –Mirá cómo me llama Newsweek. La revista decía “Jacobo Timerman, troublemaker”. Textualmente, “hacedor de problemas”. En porteño, “Jacobo Timerman, kilombero”.–¿Viste? Ese soy yo.También recitaba poemas de Neruda o Alberti, podía anunciar a los gritos en medio de la redacción el nacimiento de un nieto y adoraba a Risha, su mujer, que era capaz de avisar sobre un viaje a Nueva York diciendo: “Me tomo vacaciones. Vacaciones de Jacobo”. Cuando ella se murió, un verano en Punta del Este, el rabino Marshall Meyer dijo los rezos y luego preguntó si alguien quería hablar. Jacobo, entonces, le habló a Risha:–Eras una mujer tan buena, tan interesante, tan maravillosa, tan linda, tan brillante, tan inteligente... Una sola cosa no entendí de vos. ¿Cómo alguien así podía estar con un hombre como yo?Jacobo nunca superó la muerte de Risha. Por ejemplo, jamás volvió a escribir uno de sus libros prodigiosos, combinación de climas, reflexiones, diálogos, descripciones y una riquísima introspección. Libros que recordaban a André Malraux. A veces al de “La condición humana”, a veces al de “La esperanza”, otras al Malraux de las “Antimemorias”.Aun en su profundidad cada vez más amarga, podía seguir siendo ocurrente, ingenioso. Crocante, como él quería. Y conservó hasta el último día una de sus principales características como interlocutor: su capacidad de disparar ideas en el otro, de abrir el pensamiento a enfoques nuevos y caminos inexplorados.Acaso esa capacidad de generar apertura mental sea la mejor condición para un maestro. Cuando escribí mi libro sobre Todman y las relaciones con Estados Unidos puse en la dedicatoria que Jacobo era un maestro en el arte de mezclar el periodismo con la vida. Esa mezcla puede tornar la vida más difícil, sin duda, pero siempre hará más apasionante al periodismo. Sé que la dedicatoria lo emocionó. Y ahora que Jacobo se murió, no encuentro otra mejor.

 

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