Por Carlos Polimeni Era la hora de
las brujas, y el show casi que había terminado. Flotaba en el ambiente una sensación de
faena cumplida con creces. Si todo hubiese sido un gran show de Fito Páez. Pero faltaba
algo. Páez miró con gesto de Ciudad de pobres corazones a la platea repleta y disparó:
Ustedes creían que habían visto algo, pero no habían visto nada. El impacto
de la frase fue visible, como si un misil hubiese salido del escenario rumbo al plexo de
la multitud. Contra la palabra nada, la guitarra eléctrica disparó un riff
que es algo así como el capítulo clave del ABC del rock made in Argentina. Era el
comienzo de Cerca de la revolución, de Charly García, y todos miraron hacia
la izquierda. Por allí, con su mejor cara de Chucky, el Muñeco Maldito, Charly hizo una
de las entradas triunfales que tanto le gustan. El Gran Rex parecía venirse abajo a
medida que el tema avanzaba, en un imperio de electricidad y descarga. Siguió Ciudad de
pobres corazones, con Charly y Fito compartiendo la letra. Fito era ahora un Pierrot rojo
a punto de quebrarse en pedazos, Charly una especie de Yepeto malévolo, brillando en
medio del caos. El público seguía imantado, seguro de estar presenciando un momento
histórico, que lo era. Los pocos fotógrafos que habían quedado en la sala, tras dos
horas largas de concierto, se hicieron un festín. El resto se enterará hoy de lo que
pasó, o no se enterará nunca.A catorce minutos de haber engalanado un show que ya era
buenísimo, Charly se fue, haciendo reverencias a nadie, como perdido pero a la vez
conectado. Reapareció un rato después, y enfiló hacia Páez, mientras su guitarra
acoplaba. Le habló al oído. Ahora, el tema de Fito que más me gustó, y por el
cual un día me rendí a sus pies, anunció Charly, antes de una desprolija versión
de Tres agujas. Fito se descontroló emocionalmente, por segunda vez en la
noche. Nuestro héroe, nuestro rey, gracias por ser tan hermoso, tan divino y tan
disparatado, en este puto país, le dijo a Charly, mientras Charly se iba. Si
no fuese por él, ninguno de nosotros estaría hoy aquí. No les quepa duda,
recordó ahora al público. Fue el final perfecto para una fiesta difícil de olvidar,
como hace mucho pero muchos años que no eran, por distintas razones, los conciertos de
Páez en Buenos Aires. El final tuvo una coda, con Buena estrella, la canción
que recuerda que, una vez más, y como siempre, los tiempos están cambiando, para todos.
Y que se viene un siglo nuevo.Una de las claves de la intensa calidad del espectáculo fue
el ámbito: el Gran Rex cobijó, a fines de los 80 y cuando nadie sabía qué
depararían los flamantes 90, los recitales de la etapa de transición de Páez
desde el lugar de músico de culto al difícil sitio de ídolo de las masas. Luego,
vendría la etapa de los megashows, los megaproyectos, los megaestadios y los delirios de
grandeza, en un proceso que le hizo ganar de todo menos prestigio. Abre es el disco con
que manifiestamente el artista vuelve al llano conceptual, al costado del camino, y eso
parece haber retrotraído la acción a antes del suceso de El amor después del amor, a
antes del momento de los malentendidos, de la era de la boludez. Había en el teatro una
manifiesta sensación de cariño y nada de histeria, o casi nada, pero también porque
había nada de histeria, o casi nada, en ese muchachovestido de rojo dispuesto a hacer
canciones, más que a reclamar que lo amen o a entregar algún órgano vital a quien así
se lo demandara. La química de las partes funcionó de modo maravilloso el viernes: al
lado de éste los correctos recitales de Gustavo Cerati presentando Boconada parecían una
tourneé de zoólogos por una pecera helada. Todo lo que en Páez es texto en Cerati es
foto. Todo lo que en Cerati es cool, en Páez es hot. Todo lo que en Páez parece
entraña, en Cerati parece pose. Entre ambos y Andrés Calamaro está la línea divisoria
entre los pesos pesado posteriores al período jurásico del rock nacional y las nuevas
camadas, que se amamantaron en el rencor y el desprecio por lo establecido pero aún, en
general, no lograron colar grandes canciones en el corazón de la gente.Páez y su nueva y
ajustada banda, en que todos rinden y nadie lo opaca, o sueña con ello, mezclaron los
doce temas de Abre en versiones en general más calientes que la originales, con un
puñado de sus grandes éxitos. En ese reservorio de grandes canciones anótese:
Tres agujas, 11 y 6, Polaroid de ordinaria locura,
Cable a tierra, Tema de Piluso, Un vestido y un amor,
Y dale alegría a mi corazón, Ciudad de pobres corazones,
etcétera descansó buena parte del trasfondo emocional del recital. Son temas que
forman parte del inconsciente colectivo de dos generaciones, que son a su vez aquellas que
hicieron a Páez quien es Páez (un artista imprescindible para entender la evolución del
rock y el pop argentino de las dos últimas décadas). La gente se lo recordó
acribillándolo al efecto, incluso ante la desesperanzada e inteligente deformidad de
La casa desaparecida. Páez fue recíproco. Quiero decirles que mi vida
fue más bella haciendo canciones para ustedes, dijo en un momento, y lloró,
cruzado de brazos, cuando el afecto colectivo lo envolvió de aplausos. De yapa, sumó
La posibilidad suprema, un tema nuevo, dedicado a Martín, ese campeón de
cinco meses que ha empezado a cambiarle la vida para siempre.La cara de Phil Ramone, el
productor estadounidense de Abre, uno más en una platea atiborrada de calor, era para
alquilar balcones. Es posible que recién en la fiesta inolvidable Ramone se haya dado
cuenta de qué cosas significa para su público este artista que cruza pizcas de Olmedo
con Discépolo, de Spinetta con García, de mezcla con tinto, de Favio con Almodóvar, de
Lamborghini con un Fiat 600, de Wilde con Goyeneche, de rock, con tango, en dosis
homeopáticas e irrepetibles, con una receta aprehendida en noches de dolor, de whisky
malo y pastillas, pero también en mañanas deslumbrantes en playas que nadie conoce. Es
posible que Ramone estuviese pensando en cómo será el próximo disco, pero también que
estuviera confirmando que el joven educado al que ayudó a dejarse de dar vueltas con
aspiraciones culteranas y mesiánicas, es bastante más que un artista pop que vende
muchos discos. Páez y su público han crecido juntos en democracia, a lo largo de 16
años salvajes, inolvidables, tremendos, dolorosos, injustos, patéticos, hermosos, pero
ante todo irrepetibles. El polvo de esta noche parecía una celebración de eso, del
tiempo compartido. Fue amor, con Charly oficiando de sacerdote y padrino, acaso como en
otra era, en que también los tiempos estaban cambiando, como siempre.
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