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Por Pedro Lipcovich Si es posible suspirar después de la muerte, Ramón Sampedro ha dado su definitivo suspiro de alivio: la Justicia española cerró la investigación sobre su muerte, hace casi dos años, sobreseyendo a Ramona Moneira Castro, acusada de haber cooperado para el suicidio. Sampedro, tetrapléjico durante 29 años, desarrolló una larga batalla judicial para que se le permitiera suicidarse; como no lo consiguió, ejecutó su propia muerte con ayuda de amigos, tras una cuidadosa planificación para que ninguno pudiera ser condenado. En los meses siguientes más de 13.000 españoles --entre ellos, Fernando Savater y Joan Manuel Serrat-- se autoinculparon en solidaridad con Sampedro y sus amigos, y el debate sobre el suicidio asistido tuvo repercusión internacional. No es irónico advertir que la vida de Ramón Sampedro fue de las que suelen considerarse dignas de ser vividas: luchó por su idea, y en esa lucha se comprometió hasta el fin; tuvo amigos que lo amaron y a los cuales supo proteger; una mujer lo quiso y lo acompañó en sus instantes finales; eligió cómo morir y, en el sentido más hondo, cómo vivir; después de su muerte, el debate que deseó sostener no ha cesado. Sampedro había quedado tetrapléjico cuando tenía 26 años y, en su pueblo natal de Porto do Son, La Coruña, golpeó contra unas rocas al zambullirse en el mar. En 1993, integrando la Asociación Derecho a Morir Dignamente, fue el primer español que pidió a un Juzgado autorización para dar fin a su vida, lo cual, por su condición física, no podía hacer sin ayuda. El juez rechazó su pedido. Sampedro llegó hasta el Tribunal Supremo español y recurrió a la Comisión Europea de Derechos Humanos, que no se expidió. En noviembre de 1996, la Justicia española rechazó definitivamente su pedido. Sampedro, entonces, recurrió a sus amigos. Durante su batalla legal, él había instalado el debate en los medios de comunicación y publicado el libro Cartas desde el infierno, escrito mediante un aparato que manejaba con la boca. Una de las personas que se acercaron a él cuando fue Ramona Moneira Castro, que se convirtió en su amiga más fiel. El 15 de noviembre de 1997, Ramón se mudó de la casa de su familia para ocupar un departamento en Boiro, ciudad de La Coruña donde vivía Ramona. Pagó por adelantado tres meses de alquiler. En el edificio había pocos vecinos y funcionaba una academia donde entraba y salía mucha gente: todo contribuía a quien habría de ayudarlo a morir no fuera identificada, para lo cual, además, Sampedro distribuyó llaves del departamento a diez amigos. El 12 de enero de 1998, Sampedro, entre sábanas inmaculadamente blancas, inclinó su cabeza hacia un vaso. La escena quedó filmada en un video que, días después, se transmitió por televisión. "Como pueden ver, a mi lado tengo un vaso con agua y una dosis de cianuro de potasio. Cuando lo beba habré renunciado a la propiedad más digna que poseo: mi cuerpo." Momentos después, al empezar a sentir el dolor del veneno, murmura: Xa vai ("ya va", en gallego). Tenía 55 años. Ramona Moneira Castro, de 38 años, fue acusada de ayudarlo a suicidarse, conducta penada con seis años de cárcel. Los otros diez amigos se autoincriminaron para protegerla, y la Asociación Derecho a Morir Dignamente emprendió una campaña por la cual 13.000 personas, incluidos el cantante Joan Manuel Serrat, el filósofo Fernando Savater y la escritora Rosa Montero, se autoincriminaron también. El Parlamento español creó una comisión para "recoger el debate abierto en la sociedad" sobre el suicidio asistido. Ahora, la Justicia decidió archivar el caso "por desconocimiento del autor". La Asociación Derecho a Morir Dignamente dijo que esta decisión es para Sampedro "una victoria después de muerto" y recordó que su acción "ha impulsado la preocupación por las formas de morir".
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