"Perdonen la primera persona, pero en estos momentos soy el ser
humano que más cerca tengo"
Miguel de Unamuno
1. "Vení, que te
quiero mostrar algo", dijo mi viejo, aquella mañana de un sábado de primavera de
1969. Yo tenía once años, y acababa de comprarme --con su plata-- un long-play de Los
Beatles, en la casa Luminton. Caminábamos por la calle San Martín, de Mendoza, como si
fuésemos los reyes del mundo. Ahora que lo pienso bien, acaso lo éramos: nadie había
muerto todavía y muchos domingos íbamos al zoológico a hacerles caras a los monos antes
del rito de ir a la cancha, por la tarde. Debía ser primavera, porque las veredas estaban
repletas de gente tomando café, gaseosas y licuados. De Luminton caminamos media cuadra,
hacia el norte, y nos paramos en la esquina de Sarmiento. Mi viejo señaló hacia una mesa
donde un grupo de cuatro o cinco personas discutía, concentrada en un diario tamaño
sábana. Uno de esos hombres tenía un lápiz rojo en la mano, y cada vez que marcaba con
él un círculo en el diario, los otros asentían con la cabeza, o se miraban a los ojos.
"Es Jacobo Timerman", me orientó mi viejo. "Debe estar criticando la
edición de hoy de El Diario". Lo miré como hoy un chico miraría a Tinelli,
seguramente. Para mí, Timerman era un Dios, o al menos eso es lo que recibía del
ambiente político y cultural que respiraba, a partir de mi casa.
Mi padre, que era ateo de todo ateísmo,
compraba religiosamente Primera Plana, que yo leía sin entender del todo. Aquel año le
pregunté de sopetón qué significaba orgasmo, con un ejemplar en la mano. Me miró con
curiosidad y, antes de responderme, me preguntó por qué. Le mostré por qué: en una
nota sobre los crímenes del Clan Manson, una de las chicas decía que había tenido
varios orgasmos mientras apuñalaba a la actriz Sharon Stone. También compraría después
Confirmado, se abonaría a El Diario --que Timerman editó durante un año en Mendoza,
luchando contra el indestructible diario Los Andes-- y, por supuesto, La Opinión. Era
raro leer La Opinión en Mendoza: llegaba un día tarde y sus notas raramente salían del
universo porteño. Pero no leerlo era no pertenecer al ambiente en que vivía, en el que
quería vivir y, además, estaban las notas de Miguel Grinberg. Leyendo a Miguel Grinberg
decidí que quería ser periodista, mucho antes de saber qué sería del resto de mi vida.
Jamás olvidé la cara de Timerman, su rostro concentrado sobre aquel diario tachonado.
2. Hoy tengo casi 41 años y
estoy seguro de que no hubiese sido periodista --empecé a trabajar
en un diario a los 18-- de no haber sido por la poderosa influencia que las publicaciones
de Timerman ejercieron sobre mi formación personal. Nunca trabajé con Timerman, pero
coleccioné docenas de anécdotas sobre su accionar, que guardé con amor de
coleccionista. Escuché de él las mejores y las peores cosas, y ninguna de éstas lo
bajó del todo del pedestal en que mi niñez lo colocó. Escuché de algunos de los
mejores y más creíbles periodistas y escritores argentinos el detalle de sus hijoputeces
y bajadas de lienzo, contadas siempre como si fuesen la verdad definitiva sobre el
personaje. Escuché de algunos de ellos mismos, y de otros, anécdotas impresionantes, por
buenas, para quienes trabajan en las redacciones. Leí artículos y libros sobre ese
universo en movimiento que fue La Opinión, en que inevitablemente su figura salía
magullada. Pero además leí Preso sin nombre, celda sin número, y lloré por él, como
acaso no lloré por gente a la que conocía más de cerca. ¿Cómo permanecer indiferente
ante la odisea de un hombre perdido en las catacumbas del Proceso al que para siempre, por
otra parte, juzgarían por haber sobrevivido? La historia de Timerman, que era ucraniano,
es una historia típicamente argentina. No en vano, el título de Página/12 del
viernes fue "Un hombre, un país".
Un par de años después de la muerte de su
esposa, Timerman se mudó a un loft, en una hermosa galería de México 750. Por
casualidad, yo vivía enfrente. Timerman estaba terriblemente deprimido, era evidente:
caminaba arrastrando los pies, con la mirada perdida, como si la vida cotidiana hubiese
perdido para él todo encanto. Todos los días, lloviese o tronase, salía con un paquete
grande de diarios bajo el brazo, caminaba con lentitud hacia el bar de México y Piedras
--que era otro, de gallegos, y con mucha madera-- y desayunaba leyéndolos. Mi padre
acababa de morir, a miles de kilómetros, en Costa Rica, y me había quedado sin techo en
la vida. Y con centenares de miles de cosas que agradecerle, también. Un día, descubrí
a Jacobo subrayando ejemplares, y anotando datos en una libretita. La imagen me
transportó de vuelta a aquel día en Mendoza. Ya no era, para mí, un gigante
inalcanzable: era apenas un ser humano solo, una especie de abuelo exigente de mi
generación de periodistas. No hace falta contar aquí que jamás me atreví a hablarle, y
que no me arrepiento. Sin embargo, un día en que su sobrino Sergio --arquitecto-- me
había alcanzado en auto a casa, después de un partido de fútbol con la selección de la
UTPBA, me invitó a pasar al loft de Jacobo, que estaba por entonces en Israel. Iba a
cumplir con algún encargo familiar y, de paso, darle una mirada al departamento vacío.
Me llamó la atención la soledad que se respiraba en aquel sitio luminoso y elegante.
Nada parecía personal ni cálido. No había plantas. La ausencia de una mujer gritaba.
Poco después, Timerman se mudó, sin ningún aspaviento. Supongo que se habrá ido de
allí con lo puesto, sin mirar hacia atrás.
3. En el verano de 1996, el
mismo domingo en que la Argentina jugaba de local ante Chile por las eliminatorias del
Mundial de Francia 1998, un grupo de cinco periodistas de Página/12 lo visitamos
en su casa de Punta del Este. Viajamos en una avioneta piloteada por un comandante
Batistuta, que poco después se estrelló y murió, a bordo de la misma máquina. Fue la
primera y única vez que hablé con el hombre sin cuyas publicaciones no hubiese sido
periodista, si no se cuenta un encuentro posterior, cierta tarde del invierno siguiente en
que cruzamos gentilezas en un encuentro casual en La Biela. Le pregunté --le preguntamos
Martín Granovsky, Mario Wainfeld, Jorge Cicuttín, Alfredo Zaiat y yo-- con fruición de
periodista. Las respuestas fueron de todo tenor: sabias, hilarantes, ridículas,
erráticas, casi siempre de una soberbia esperable y, a la vez, inspiradora de respeto.
Jacobo estaba enfermo y por momentos parecía agradecer la distracción de aquella visita,
a la que respondió con un almuerzo exquisito, servido en la galería. En un momento en
que me acompañó rumbo a su habitación, que me había ofrecido para cambiar de ropa, le
pregunté de sopetón por que no escribía más, nada de nada. "Por que no tengo
ganas, hijo", me dijo, y los ojos se le nublaron. En la habitación, lo miraba desde
el pasado su esposa Risha. Me turbó tanto su dolor, que bajé la vista, sintiéndome un
turista descortés. Zaiat me reprochó la semana pasada haber aceptado la invitación
protocolar de utilizar su pileta, aquella tarde de calor. Por dentro, agradezco
infinitamente el chapuzón, con una malla que él me prestó y que, previsiblemente, me
quedaba enorme. Supongo que podré contarle a mis nietos que una vez me bañé en la
pileta de Jacobo. |