Por Esteban Pintos Falta la letra R
del cartel que indica TEATRO KA L MARX, en La Habana. Wim Wenders notó el curioso detalle
algo así como en casa de herrero, cuchillo de palo y lo dejó inmortalizado
en un tramo del film-documental titulado simplemente Buena Vista Social Club, tal como el
notable disco de música cubana que Ry Cooder produjo con un seleccionado de músicos y
cantantes, con un promedio de edad de casi ochenta años, que por ahora en Argentina no ha
pasado de ser un preciado tesoro visual visto por pocos (no hay certeza de un estreno
comercial, aunque todo puede ser). Ese y otros detalles detalles al fin
molestaron en la isla al punto de merecer, Wenders y la película, calificativos tales
como la visión de un turista superficial y Cristóbal Colón posmoderno
exhibiendo las desaliñadas calles de La Habana en una especie de tour
apocalíptico, de parte del diario Juventud Rebelde, el órgano oficial de la
juventud comunista cubana. Lo cierto es que, polémicas por encuadres e imágenes
seleccionadas al margen, Wenders desanduvo el camino que Cooder inició con la producción
del disco un éxito mundial que ya superó el millón de copias vendidas y mereció
un premio Grammy y concretó un film notable, costumbrista, cálido, gracioso y
lleno de buenas canciones, algo que no les resulta difícil entregar a los personajes
centrales de la historia.Los venerables Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, Ruben González,
Orlando López Vergara, Omara Portuondo y Elíades Ochoa son las estrellas de la película
y por eso cada uno de ellos merece un segmento especial, en donde cuentan algo de sus
vidas y se muestran tal cual son, en una plaza, en sus casas, en una estación de trenes,
en una calle de La Habana vieja. Con eso basta: cada locación elegida por el director de
Paris, Texas y Las alas del deseo tiene la impronta románticamente decadente de la
capital cubana y no necesita de ningún artificio escenográfico. Es así. Como los
músicos que van apareciendo, alternando con imágenes de las presentaciones en vivo del
disco registradas en Amsterdam y Nueva York, respectivamente y una serie de
postales vivas que Wenders filmó en un sidecar, ya desusado en el resto de Occidente (de
ahí lo de Cristobal Colón posmoderno del ofendido periodista cubano), por
las polvorientas calles de la ciudad. Impera, entonces, inevitablemente, una mirada de
extranjero que se recrea con perros callejeros, paredes descascaradas, señoras mayores
fumando tremendos habanos, gente ensardinada en los famosos camellos una
suerte de colectivos montados sobre un acoplado de camión, único transporte público de
la ciudad y negritos jugando pelota (béisbol, el deporte nacional) en las plazas.
Para la cámara de cine, algo tan triste como esa destrucción es atractivo,
dijo Wenders intentando explicar el porqué de la mirada sobre la decadencia.Todo al ritmo
de las canciones que ahora recorren el mundo y que han provocado uno de los casos más
fascinantes de renacimiento artístico que se hayan producido en este siglo. Cosas del
mundo globalizado: un guitarrista de prestigio que inicia un proyecto de convergencia
musical -unir artistas de Mali y Cuba fracasa por la burocracia migratoria propia de
los respectivos países, descubre una serie de talentos perdidos en el tiempo y el olvido
y los junta en un estudio durante una semana, dando como resultado uno de las mejores
grabaciones de la década. Todo ese proceso, contado brevemente por el mismo Cooder,
ambienta las imágenes de las sesiones de grabación en los estudios Egrem en donde
brillan, por carisma y ocurrencias, Ferrer y Compay, pero en donde se luce también el
portentoso registro vocal de Ochoa. Así, la película crea su propio mundo: un mundo en
el que tiempo parece haberse detenido tal como se vive en La Habana y en donde
sólo importa la música. La constante impera, inclusive, hasta cuando los vírgenes
músicos octogenarios llegan a Nueva York, cantan en el imponente Carnegie Hall, se suben
a una larga limusina blanca y pasean por la Gran Manzana. Aunque no se lo crean, están
ahí y pueden vivir para contarlo. Algo así como lo que pasó con las viejascanciones que
volvieron a cantar una vez más, sólo que fue para millones de personas en todo el mundo.
Por suerte.
ASI SUENAN LOS VETERANOS EN VIVO
Con la música como mejor bandera
Por Pablo Plotkin
Compay
Segundo casi no se mueve sobre el escenario, pero la sonrisa del viejo parece decir
miren cómo toco la guitarra a los 93 años. En abril de este año, después
del espaldarazo editorial de Ry Cooder, una gira juntó a casi todas las estrellas de
aquella generación despolitizada de trovadores cubanos en un escenario del barrio de Vila
Olimpia, en San Pablo. Era una noche lluviosa y el pianista Rubén González fascinó al
público con su estilo jazzero, caribeño y mágico. Aunque pocos de los presentes
conocieran Cuba, daba la sensación de que así debía ser en cualquier bodega de La
Habana. Compay ya no canta todo el tiempo. Entre sus Muchachos, Rafael Navarro funciona
como salvavidas vocal, pero el viejo en ningún momento deja de ser la estrella, con esa
estampa de William Burroughs del guaguancó, y esa sonrisa amarilla por el tabaco y el
ron. Los Afro Cuban All Stars, una gran orquesta juvenil que sostiene a los intérpretes
que marcan la diferencia, brillan cuando dejan de lado su costado salsero más estándar,
más for export. Se vuelven distintos operando de base para las increíbles performances
de piano de González, musicalizando los poemas de Ibrahim Ferrer, o sirviendo de banda de
sonido para las gargantas de Manuel Puntillita Licea y Omara Portuondo
(la Edith Piaf cubana, según Cooder). Esa noche, en un pub del tamaño de una
plaza de toros, la bandera de Cuba se agitaba entre los músicos al final del show. En ese
caso, el símbolo no parecía más fuerte que la maraca gigante que volaba de un lado a
otro, entre público y artistas, como queriendo recuperar la inocencia perdida con la
dictadura de Fulgencio Batista.
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