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los estrenos de la semana

“ROMANCE”, UN ENSAYO “PORNOARTISTICO” DE CATHERINE BREILLAT
La inquietud sexual de una señora

Dos directoras francesas coinciden hoy en la cartelera de Buenos Aires con “Romance” y “Artemisia”, ambiciosas exploraciones sobre la sexualidad femenina. Por su parte, “El esposo ideal”, inspirada en una comedia de Oscar Wilde, se revela como una agradable, inesperada sorpresa.

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“Romance” se presentó en su país en la línea de films como “Ultimo tango en París” o “Belle de jour”.Esa definición, sin embargo, resulta excesiva para el producto final, que roza permanentemente la caricatura.

ROMANCE 6 PUNTOS
(Romance), Francia, 1999.
Dirección y guión: Catherine Breillat.
Fotografía: Yorgos Arvanitis.
Música: DJ Valentin, Raphael Tidas.
Intérpretes: Caroline Ducey, Sagamore Stevenin, François Berleand y Rocco Siffredi.
Estreno de hoy: en los cines Cineplex, Village Recoleta, Hoyts Abasto y Unicenter, Village Avellaneda, Savoy.

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Desnudos totales, erecciones y alguna que otra fellatio hicieron de Romance una pequeña cause célèbre, rodeándola de un aura de escándalo que le permitió ingresar en mercados habitualmente refractarios al cine francés. Según quiere el slogan, Romance sería “el primer film pornoartístico de la historia”. Luciendo un disciplinado esprit de corps, la crítica francesa salió a apoyar decididamente el film de Catherine Breillat, realizadora que cuenta ya con media docena de films y otras tantas novelas en más de veinte años de carrera, además de haber sido guionista de Maurice Pialat y hasta de Fellini, en Y la nave va. Del elogio a la apología, poniendo a Breillat en línea con Sade y Lautréamont, y equiparando su película con Ultimo tango en París y Belle de jour, no hubo más que un paso. Al dar ese paso, ciertos prestigiosos medios franceses quedaron haciendo piruetas en el aire.Como todo slogan, el que se imaginó para Romance dice tanto como lo que oculta. La propia realizadora salió a aclarar que su película no aspira a excitar a nadie. Si algo de porno hay en Romance, es más que nada la presencia eréctil de Rocco Siffredi, una de las stars más notorias del rubro. No hay penetraciones a la vista en el film de Breillat. Y no hay, sobre todo, el menor placer o disfrute en el trayecto de su protagonista. Versión sufriente de Emanuelle, Marie (la debutante Caroline Ducey) se ve empujada al deambular erótico más por necesidad que por elección. A Marie le tocó en suerte una desgracia: su pareja goza mirando la tele, leyendo un libro o bailando con alguna desconocida. Pero con ella, nada. Absolutamente nada. Tras vanos intentos de estimulación, Marie se cruzará, en el fin de la noche parisina, con un padrillo itálico (Siffredi, que en la Argentina es una marca de sifones y, por lo que puede verse, parecería que en Italia también), un fetichista del linaje de Sade, pero en versión light (el veterano François Berleand), y un violador que toca y se va. Habrá abundantes maniobras erótico-fornicatorias, pero todas ellas terminarán en decepción, languidez y lágrimas. Podría hablarse de goce masoquista, si no fuera porque el único flujo que el film hace correr es el de los devaneos mentales de Marie, que el off del film transcribe en forma de monólogo interior. “El amor físico se contradice trivialmente con lo divino”, piensa Marie, mientras el bueno de Siffredi la penetra por detrás, distrayendo sin duda tan altas reflexiones. Rozando permanentemente la caricatura, la protagonista de Romance logra reflexionar sobre metafísica, mitos circeanos, torturas de Tántalo y “experiencias de lo absoluto” mientras sus partenaires transpiran, luchan con profilácticos o la atan con sogas y antifaces. Con una seriedad apenas interrumpida por algún breve descanso humorístico, Romance es uno de esos films en los que todo parece estar allí para “significar” algo. Marie trabaja como docente, pero la única escena en la que Breillat se interesa por su trabajo es una en la que la protagonista explica a sus alumnos las diferencias entre el verbo “ser” y el verbo “tener”, referencia más que obvia a su inquietud existencial.Entre encuadres siempre muy estudiados, Breillat le da a los colores el mismo sobrepeso significativo. No sólo las sábanas, los atuendos y las paredes son de un blanco destinado a representar esterilidad y gelidez, sino hasta el gato y el convertible en el que Marie saca a pasear su metafísica, mientras combina caviar con vodka en algún elegantísimo bistró. Romance es la clase de film francés que los franceses aman (las exaltaciones retóricas que el film promovió en Cahiers du Cinéma y Les Inrockuptibles son para una antología del género) y el resto del planeta puede llegar a odiar.

 


 

“ARTEMISIA”, DE LA FRANCESA AGNES MERLET
Mártir del arte y el amor

Por Luciano Monteagudo

27b.gif (6368 bytes) t.gif (862 bytes) A comienzos del siglo XVII era prácticamente imposible que una mujer –a quien le estaban negados los cenáculos de la cultura y los beneficios de la educación-. se dedicara a la pintura, pero Artemisia Gentileschi (15931653) fue la excepción. Hija del pintor florentino Orazio Lomi (llamado Gentileschi), Artemisia se formó desde niña en el taller de su padre –por el que solían pasar artistas de la talla de Caravaggio–, frecuentó las iglesias y galerías de Roma y se extasió ante los frescos de la Capilla Sixtina. Nunca antes una mujer había firmado una tela, hasta que Artemisia se animó a poner su nombre en obras como Judith decapitando a Holofernes, una de las cumbres del barroco italiano. A partir de esta obra, de una violencia inusual, en la que Judith, con la ayuda de una criada, se ocupa de cortarle desdeñosamente el cuello a ese hombre inerme, como si fuera una bestia, la realizadora francesa Agnès Merlet entrevió su película. Hay algo profundamente personal detrás de la determinación de Judith en ese acto sacrificial, más allá de la fuerza casi vengadora con que empuña el puñal, y el film parte en esa búsqueda.El problema de Artemisia es quizás que la película, más que una exploración, se convierte en una explicación. Para la directora Merlet .egresada de la Academia de Bellas Artes de Orleans y del desaparecido Idhec de París, que supo ser la escuela de cine más prestigiosa de Francia-., la de Artemisia es la historia de dos iniciaciones: en el arte y en el amor. En ambos campos su maestro fue Agostino Tassi, un amigo y discípulo del padre de Artemisia. Según el film de Merlet (que ya había hecho un cortometraje anterior sobre el mismo personaje), Artemisia descubre las posibilidades de la pintura en exteriores gracias a Tassi, que como paisajista ya se había rebelado contra los retratos de estudio, pintados a la luz de las velas. Y junto con Tassi, Artemisia descubre no sólo el cuerpo humano como objeto de estudio para sus telas sino también como objeto del deseo. La tesis del film (porque finalmente Artemisia es un film de tesis) es que la traición de Agostino Tassi marcó a fuego la obra de esta artista sensible, que se entregó a su amante con la misma libertad con que se entregaba a sus telas. Hay mucho de engaño en la manera en que Agostino seduce a Artemisia, al punto que su padre también se siente traicionado y acusa a Agostino de haber violado a su hija y de robarle unos cuadros. El juicio, sin embargo, se volverá en contra de Artemisia. Acusada de prostitución y humillada de todas las formas durante el proceso, el film de Merlet presenta a Artemisia –un poco esquemáticamente– como una clásica víctima de los prejuicios de su época.

 


 

“STUDIO 54”, LA ERA DISCO SEGUN MARK CHRISTOPHER
Fiebre de sábado por la noche, again

Por Martín Pérez

26b.gif (7700 bytes) t.gif (862 bytes) Las noches en las que se harta de su rutina de lavar autos para después emborracharse en el bar con los muchachos de siempre –ni hablar de cenar en familia frente a la televisión–, Shane suele sentarse en medio de la noche a mirar los iluminados edificios de Nueva York, a lo lejos. O no tan lejos: Shane vive en Nueva Jersey, y la Gran manzana está ahí nomás. Parece darse cuenta de ello apenas comenzado el film, cuando convence a sus amigos –todos ellos con un look que apenas los habilita para ser público de un show de Creedence Clearwater Revival– de ir a probar suerte en Studio 54, la discoteca del amor de Manhattan, a fines de los setenta. Con el pelo recién cortado, Shane será el único –obvio– que logre cruzar su puerta. A partir de entonces, nada será igual para él. Conocerá nuevos amigos, nuevas drogas y nuevas luces, comprando sin reparos el mundo feliz de Studio 54 y de su dueño, el mítico Steve Rubell. Con la excusa de contar la tantas veces contada historia del muchachito encandilado por las luces del centro, el film de Christopher no deja de recordar todo el tiempo quién es Rubell, ese personaje que “quería iniciar la mejor fiesta del mundo, y que durase para siempre”. Interpretado por el siempre chispeante Mike Myers, el Rubell de Christopher es tan bueno como exagerado en lo que se refiere a químicos, y tal vez esa sea la razón por la cual la interpretación de Myers esté siempre demasiado cerca del sketch. “Oh, Fiorucci”, dice Rubell/Myers. “Es tan italiano que me lo comería con una cuchara”, completa. Además del modisto italiano, los nombres que se mencionan aquí y allá son los de Truman Capote y Andy Warhol, pero se los nombra con la misma ligereza con la que la historia de Shane va y viene entre el tiempo que le deja una voz en off que recorre mitos y leyendas del auténtico Studio 54, como si se tratase de una nota periodística. Todo prólogo y nada de historia, Studio 54 termina siendo apenas un telefilm histórico mechado con la telenovela del protagonista, que luego de recorrer todo el camino hacia arriba y hacia abajo (en un remedo pasteurizado de la historia del personaje de Wahlberg en la gloriosa Boogie Nights) se dará cuenta que la fama y el glamour no es todo lo que importa. Entre sus vacíos idas y vueltas, mientras tanto, el espectador atento podrá disfrutar de algunas escenas de Heather Matarazzo (la protagonista de Welcome to the dollhouse) en el papel de la hermana de Shane, y descubrir a la estrella porno Ron Jeremy pidiendo que busquen en el guardarropa su campera de cuero con una bolsita de cocaína en el bolsillo derecho. “¿Tiene una idea de cuántas prendas así tenemos acá?”, será la respuesta. Mientras tanto, cada escena de Studio 54 consigue sólo hacer extrañar Los últimos días de la Disco, el sagaz film de Whit Stillman que cuenta la misma historia. Claro que con mucha más inteligencia, no sólo a la hora de escoger a sus protagonistas, sino también cuando deja caer las pistas para seguir el final de una década. Si fuese por el film de Christopher, sería muy difícil saber no sólo el porqué de aquel ocaso, sino también las particularidades de su estrellato.

 


 

El otro fin de siglo, enla pluma de Oscar Wilde

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En “Un esposo ideal”, hay un turbio negocio entre políticos ingleses por un llamado “canal argentino”.La obra fue escrita por Wilde poco antes de su período de cárcel, y rebosa de observaciones agudas.

Por H. B.

t.gif (862 bytes) En la escena central de Un esposo ideal, el protagonista elige ponerse a la altura de su nombre y hace un encendido alegato en contra del lucro y a favor de la ética política. En dos o tres ocasiones a lo largo de ese vibrante discurso, sir Robert Chiltern hace alusión al “fin de siglo”. En ese momento, queda más claro que nunca que, al adaptar esta obra que Oscar Wilde escribió en 1895, los realizadores de Un esposo... buscaron establecer ciertos paralelismos con este otro fin de siglo. Decencia, honor, ética: lo que el film busca es que su personaje central funcione no tanto como espejo de los políticos contemporáneos, sino más bien como ejemplo.Ese es también el momento en el cual Un esposo ideal divide sus aguas. Hasta allí, sobre el personaje del político había planeado una inquietante ambigüedad; a partir de allí, obra y film se tiñen de un tono ejemplarizador, y por lo tanto menos inquietante. Todo comienza durante “la temporada londinense, cuando las mujeres andan en busca de marido... o huyendo de él”. La alta sociedad londinense se festeja a sí misma, y el noble e intachable sir Robert Chiltern (Jeremy Northam) aparece como el futuro mismo de esa sociedad. Puertas adentro, el amor que le profesa su esposa Gertrude (Cate Blanchett, en su primera aparición luego del Oscar por Elizabeth) es producto de su veneración por él. Ese sólido edificio amenazará con derrumbarse con la sola aparición de Mrs. Cheveley (Julianne Moore, blanca ampolla de veneno). Observada con desconfianza a causa de sus dos matrimonios y sendos divorcios, Mrs. Cheveley está en posesión de un secreto que tiene la forma de una carta. Si no quiere enfrentar el escarnio público, Chiltern deberá cambiar su voto en el Parlamento, apoyando un negocio en el que doña Cheveley tiene intereses. Si se recuerda que hacia fines de siglo pasado la pampa era todavía un apetecible bocado inglés, no deberá extrañar que ese negocio sea la construcción de un así llamado “canal argentino”.A partir de esta premisa, la obra de Wilde se organiza como una comedia coral, con un montón de personajes que llevan y traen chismes, cartas y secretos. En ese mecanismo, es esencial el rol de Lord Goring (Rupert Everett), a la vez el mejor amigo de Chiltern y ex amante de Mrs. Cheveley. Ricachón que vive de la fortuna familiar, dandy frívolo y superocurrente, Goring cumple en el film una doble función: la de intermediario de la trama y la de alter ego del propio Wilde (aunque el “verdadero” Wilde aparezca también brevemente, durante el estreno de The Importance of Being Earnest). “Amarse a sí mismo es el comienzo de un largo romance”, desliza Goring/Wilde entre otros aforismos tan característicos como efectivos. El constante chisporroteo de ocurrencias típicamente wildeanas viste los diálogos de Un esposo ideal de un brillo infrecuente. Y Everett, que parecería nacido para este personaje, no deja pasar la oportunidad de lucimiento. El otro punto fuerte es la circulacióndel chisme, elemento esencial de toda alta sociedad, que adquiere aquí todo su veneno. Si se tiene en cuenta que Wilde escribió Un esposo ideal tres años antes de sufrir en carne propia la condena social, no resulta difícil adivinar aquí un segundo alter ego, menos visible que Goring: el propio Chiltern. Autor también de la adaptación, el realizador Oliver Parker comete el pecadillo de agregar algunos diálogos de su cosecha a una obra de Wilde, pero se mantiene a salvo de un pecado mayor: el de engolosinarse por la reconstrucción de época, muebles y vestuario. Parker –que venía de un Otelo francamente olvidable– pone en escena Un esposo... como si se tratara de una comedia contemporánea, con sencillez desprovista de afectaciones. Es el último tercio del film, en tal caso, el que cede a la moral convencional, abrochando una sucesión de happy endings en los que sobran moños. Pero eso estaba ya en la obra original. Como estaban, también, el brillo y fluidez de la pluma wildeana, que hacen de Un esposo ideal un film quizás menor, pero rotundamente agradable.

 

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