Los
que han ocupado alguna vez la Casa Rosada suelen aceptar que el gobierno representa, a
lo sumo, el cincuenta por ciento del poder real. El resto pertenece a las entidades
económicas y sociales con fuerzas suficientes para influir en las políticas públicas.
El ejercicio de la política, cuando se realiza en plenitud, consiste en coordinar esas
competencias de modo que el Estado pueda actuar como caja compensadora de los esfuerzos y
las recompensas en la sociedad, por ejemplo sobre la distribución de las riquezas que
produce el trabajo colectivo. En esas condiciones, la formación del primer gabinete
nacional es un equilibrio entre compensaciones y definición del rumbo. Cuando Carlos
Menem, en 1989, acudió a Bunge & Born en busca de programa y ministro de Economía,
eligió destino para la década que está terminando.
Los futuros
ministros y secretarios de Fernando de la Rúa, por lo que se anticipa, coinciden con la
mezcla de cuatro ingredientes clásicos. Unos merecen su confianza personal, otros cuadran
con la interna de la UCR, un puñado satisface a los aliados electorales y, también,
algunos son guiños tranquilizadores para ciertas fuerzas de poder, como el
"mercado" y la Iglesia Católica. La suerte de cada uno dependerá de los
aciertos personales, de la performance del elenco completo y de la tolerancia social. Como
todo equipo en formación por ahora depende casi por completo del DT y, por eso, el
contratiempo de salud del presidente electo provocó estremecimientos en el ánimo
público.
Hasta que se conozcan, en breve, los nombres
y antecedentes del equipo completo, hay otras señales del nuevo
gobierno para el análisis. Una es la discusión del Presupuesto, un ejercicio destinado
en realidad a mostrar que la herencia del menemismo es una papa caliente, que pese a eso
hay buena disposición hacia los compromisos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y,
de paso, testear los márgenes de negociación con los futuros opositores. En términos
reales, si bien el Presupuesto de Roque Fernández está dibujado el de la Alianza
también es una conjetura.
Basta pensar en el
futuro de los ingresos impositivos, uno de los componentes esenciales de las cuentas
fiscales. Ellos dependerán de la recuperación económica, de la eficacia recaudadora, de
la honestidad en el trámite, de la equidad en la exigencia y de la confianza de los
contribuyentes. Hoy en día, esos datos son meras suposiciones y, por lo tanto, la cuenta
final es una hipótesis. Y puede ser una mala hipótesis si, antes de iniciar la batalla
contra la evasión deliberada y los conceptos regresivos de la tributación actual, las
autoridades electas dejan circular la idea de seguir resolviendo los problemas de caja
mediante la extensión del IVA que castiga los consumos masivos. Las nuevas voces hablan
de asuntos fiscales y de asistencia social como si pensaran en los dos extremos, ricos y
pobres, de la convergencia que sostuvo al menemismo. La opacidad envuelve a los
sobrevivientes de las clases medias, para los que aún los discursos son confusos.
En la actualidad, según datos oficiales, el
40 por ciento de la producción industrial, el 90 por ciento de la banca y el 80 por
ciento de las grandes cadenas que controlan la mitad del comercio
al menudeo, están en manos de corporaciones transnacionales que remesan utilidades a sus
casas matrices. Una parte de ese capital, producido en el país, regresa como préstamos,
aumentando la deuda externa pública y privada. Debido a que el 70 por ciento de la
economía está dolarizada, hay tarifas de servicios públicos que aumentan por la
inflación norteamericana en vez de aplicarse a la recesión argentina. Estimaciones
bancarias calculan en 90.000 millones de dólares los capitales argentinos depositados en
el exterior y en 25.000 millones de la misma moneda, la mitad del presupuesto nacional,
como monto real de la evasión impositiva.
Sin regular esos rubros, y darle batalla a la
ilegalidad o la inequidad de los transgresores, no es posible
pensar en un plan nacional de desarrollo sustentable, sólido y sostenido, capaz de
generar empleos y bienestar general, aun con el más ordenado y austero de los
presupuestos. A lo sumo, el Estado podrá asistir a los desvalidos sin robarse los
recursos en el camino. El capitalismo que se practica en el país es primitivo y perverso.
Sus gestores prefieren que los impuestos afecten a sus empresas, fuentes de producción y
empleo, antes que a sus fortunas personales, dando lugar a ese grotesco latinoamericano de
empresas incompetentes con mano de obra famélica y empresarios multimillonarios. Ese
criterio retardado es el que inspira las interminables discusiones acerca del "costo
nacional" y rechaza cualquier avance regulador sobre el movimiento de capitales.
El trastorno de los tiempos ha dado lugar a
otras situaciones disparatadas. En lugar de debatir sobre opciones, como en el pasado
entre capitalismo y socialismo, ahora hay que polemizar con los conservadores sobre la
mala calidad del capitalismo que han impuesto. La "tercera vía" o el
"nuevo camino" de los socialdemócratas que llegan al gobierno se reduce, en el
mejor de los casos, a la expresión de deseos de civilizar al capitalismo salvaje. Por
eso, se los acusa con frecuencia de usar la vía rápida para pasar del centroizquierda al
centroderecha y, en definitiva, resguardar lo establecido bajo la apariencia de ímpetus
de transformación. Las nuevas ideas sucumben a los viejos modelos como vírgenes
aturdidas.
La Alianza sostuvo durante la campaña que se
proponía reorganizar al Estado para restablecer sus
funciones básicas, después de una década en la que el Estado funcionó como oficina de
gestión para negocios privados. En las últimas jornadas circuló una iniciativa no
desmentida que se atribuyó a un amigo millonario del presidente electo, un banquero que
se transnacionalizó por un buen precio, destinado a crear un gobierno privado dentro del
gobierno público, formado por un equipo de ejecutivos de grandes empresas, que vigilarán
la gestión de ministros y funcionarios. La primera reacción permite suponer que algunos
capitales, sin la garantía de la protección de Menem, han decidido infiltrarse en el
Poder Ejecutivo con supremos poderes de contralor, en vez de seguir presionando desde
"afuera".
Como esa sospecha puede confundirse con
paranoias conspirativas que la descalifiquen, hay otras razones para desconfiar del mismo
supuesto. No facilitaría para nada, más bien lo contrario, la distinción entre espacios
públicos y privados, que fueron confundidos con premeditación y alevosía durante la
última década. Además, no hay ninguna razón para suponer que la lógica de los
negocios, para la que están entrenados los presuntos contralores, pueda aplicarse a la
gestión del Estado, cuya eficiencia se mide por parámetros distintos a los de la empresa
privada. Para no abundar: la autoridad en la empresa es siempre vertical, mientras que en
el Estado, encima con la pluralidad de representaciones políticas que surgió de las
urnas, la eficacia consiste en la construcción de consensos hasta donde sea posible. Los
objetivos del Estado, a diferencia de los particulares, no son la máxima rentabilidad
sino el bien común. Por fin, la herencia que recibe, y maldice, el nuevo gobierno fue
acumulada por el gobierno que sale pero con la complacencia de sus aliados directos, esas
corporaciones que empleaban a estos ejecutivos. ¿Son antecedentes meritorios?
A diario hay pruebas de hechos que contradicen las palabras y
de palabras que significan una cosa o la contraria, según quién las interprete. Acaba de
pasar en la Cumbre Iberoamericana de La Habana, donde por unanimidad se aprobó una frase
que condena la injerencia extraterritorial. Los cubanos alentados por una condena previa
en la ONU contra el bloqueo norteamericano, la interpretaron en la misma dirección,
mientras que los gobiernos de Argentina y Chile la entendieron como un rechazo a la
actividad del juez Baltasar Garzón contra Pinochet y los terroristas militares
argentinos. Las versiones todavía se entrechocaban cuando en Estambul, por acuerdo de
cincuenta y cuatro naciones con Estados Unidos y Rusia en el centro de la escena, quedó
aprobada una Carta de Seguridad europea que autoriza la injerencia en "conflictos
civiles internos" a la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa
(OSCE) que lidera la Casa Blanca. Así como van las cosas en el mundo, en esta época de
ambigüedades, esperar definiciones precisas y contundentes en el país a lo mejor es
contracorriente, dogmático o ilusorio. ¿Será por eso que hablar de pobres y ricos suena
casi como una descortesía para los que están llegando? |