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SICILIANOS
Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) "Es extraordinariamente bueno–campesino–muy moderno–homérico": tal la opinión telegráfica del británico D. H. Lawrence sobre el siciliano Giovanni Verga. La formuló en 1921, un año antes de que Verga falleciera en su Catania natal, rodeado de fama y homenajes luego de atravesar desiertos de indiferencia y silencio. Es que había cometido varias audacias: noveló temas sociales en la Italia del siglo XIX, acostumbrada a la narrativa romántica y de introspección psicológica; abarcó el mundo desde una óptica pueblerina; recreó un habla fuera de los moldes de la época, el habla de la gente. "El estudio del diccionario es falso -–dijo--, allí no se puede aprender el valor del uso. Escuchando, escuchando se aprende a escribir".

En 1860, a los 20 de edad, Verga se enroló en la Guardia Nacional establecida después de la entrada de Garibaldi en Catania para echar a las tropas del rey borbón de Nápoles. Prestó servicio activo cuatro años y el nacionalismo fue característica saliente de su vida y de su obra. Un nacionalismo muy particular: regional y siciliano. Por esa isla, la más grande del Mediterráneo, tal vez la más poblada, disputada violentamente a lo largo de siglos por su ubicación estratégica en la mitad del Mare Nostrum romano, pasaron dominadores fenicios, cartagineses, vándalos, ostrogodos, árabes, normandos, germanos, franceses, españoles. Sus habitantes poseen la identidad más distintiva quizás de toda Italia. Hijo de la pequeña nobleza decadente, a Verga le interesaban los humildes y su idioma.

No fue corto el camino literario que recorrió hasta convertirse en uno de los narradores italianos más grandes de todos los tiempos. Del crudo regionalismo de Los carbonarios de la montaña, novela juvenil en tres volúmenes, pasó en Una pecadora a indagar el conflicto entre las ingenuas aspiraciones a la fortuna y al amor romántico, y la dureza de las realidades económicas, sexuales y sociales, y en Eva, Tigre real y Eros, los itinerarios del deseo prohibido y la desilusión. Sólo en 1874 abre la puerta de su genuina escritura con Nedda, un cuento que calificó de "croquis de costumbres sicilianas", hablado y pensado por campesinos de su tierra. En 1881 troquela Los Malavoglia, la primera de sus obras maestras.

También esa novela es resultado de una larga travesía. Fue primero un cuento, pero sus personajes secundarios, pescadores de una aldea, iban ganando espacio y páginas para convertirse en protagonistas de una historia apoyada en sintaxis, imágenes y cadencias que transmiten reverberaciones del lenguaje de los pobres de Sicilia. Esos que apenas se alimentan de trigo, habas, aceite y que, con suerte, pueden tomar algo de vino los domingos. Para ellos, ir preso tiene su costado positivo: "Los mantiene el rey".

Los Malavoglia da cuenta de los dolores que la unificación de Italia en 1860 acarreó en Sicilia: el servicio militar obligatorio y un sistema impositivo diseñado para economías muy diferentes de la isleña. Pero ello no surge de un discurso explícito, sino de la palabra vívida de la historia que se hace en la boca campesina. Verga no creía, como Emile Zola, que la ficción era un instrumento de investigación sociológica y aun de reforma social: perseguía borrarse totalmente de lo escrito. "Mi ideal artístico es que el autor se ensimisme en la obra de tal manera que desaparezca en ella", explicó. Y también: "Los hombres y las cosas tienen que hablar por sí mismos, dar simplemente el sentido íntimo de poesía que llevan dentro de ellos". Y luego: "Cuando en la novela la afinidad y cohesión de cada una de sus partes sean tan completas como para que el proceso de creación permanezca en el misterio, igual que la evolución de las pasiones humanas, y la armonía de sus formas sea tan perfecta, la sinceridad de su realidad tan evidente, su manera y su razón de ser tan necesarias, como para que la mano del artista permanezca invisible, entonces tendrá la huella del hecho real, la obra de arte parecerá haberse hecho a sí misma, haber madurado y haber surgido espontáneamente igual que un hecho natural, sin mantener ningún punto de contacto con su autor, ninguna mancha de pecado original".

Verga quería representar la realidad como inmediata, es decir, no mediada por las opiniones y juicios del autor y no intervenida por su voz individual, como si la narración misma formara parte de la realidad en vez de ser su expresión desde afuera. Pero esa impersonalidad del autor es ficticia, como ficticia es la versión "siciliana" del italiano que Verga acuña: introduce en el relato otras mediaciones -–empezando por la principal: la imaginación que lo construye-- y sus gestos lingüísticos están sobre todo destinados a revelar la humanidad de sus personajes y -–como dijera Luigi Russo-- "la catástrofe de su humilde historia", "la grandeza de su drama modesto e ignorado".

Los Malavoglia iba a ser la primera de cinco novelas de un ciclo que Verga tituló "Los vencidos". La segunda, Maestro-don Gesualdo, aparece en 1889. Verga muere sin terminar la tercera, La duquesa de Leyva. Seguía escribiendo cuentos y piezas teatrales y hasta colaboró en algunos guiones cinematográficos. Su obra gozaba del reconocimiento internacional. No alcanzó a recibir el que a este garibaldino sin duda más le habría gustado: la multitud de gente humilde que acompañó sus restos decía que había muerto "el poeta de los pobres".


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