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OPINION
Liebre por conejita
Por Juan Sasturain

Cuando yo era chico la palabra playboy venía ilustrada con la fotografía de un latinoamericano señor tostado con sonrisa incorporada, anteojos oscuros y auto deportivo que se llamaba increíblemente Porfirio Robirosa y se bajaba –decían– a todas las minas del cine o la media nobleza europeas a fuerza de guita, pinta, tiempo libre y dedicación. Ese fue, en los medios de entonces, el primer destinatario de la palabra playboy –tan nueva y reveladora como longplay- cuando la revista de Heffner ya circulaba, pero en círculos demasiado cortos de radio para que alcanzara esta periferia, este confín de Occidente en intersección con la infancia personal. Playboy comenzó a ser una revista de minas desnudas con desplegable para gomería –no hablemos de los cultos reportajes que no registrábamos siquiera– bastante después, coincidentemente con la época en que, junto con la adolescencia, descubrimos el juego de la doble persecución del lepórido: la coneja grande que correríamos socialmente solidarios hasta hoy; las conejitas chicas que mensualmente removerían el pompón que empolvaba nuestros desvelos. En ese correr se nos iba el tiempo, la vida y el sueño.Una cualidad que reconocíamos en las conejitas de entonces –esas playmates mensuales que nunca supimos qué significaban– era su condición ilusoria: esas mujeres no existen. La no existencia, la paradójica incorporeidad de semejantes lomos, era casi una necesidad metafísica. Refutada por los datos prosaicos que intentaban el anclaje cotidiano –no siempre estaban en bolas sino que iban a la universidad o trabajaban ocho horas en una tienda de electrodomésticos– su condición virtual era un hecho necesario para soportar la opacidad, el precario pinet de lo que teníamos a mano.Por eso, ahora, no es fácil de digerir tanta evidencia de grosera cercanía. Que una de aquellas ilusorias conejitas de almanaque en inglés se haya convertido en una reconocible ciudadana con pesos y medidas constatables y argentinas no nos llena de orgullo sino de levísima decepción. La buena de Melina Evangelista –ser buena y estar buena, explicó el explicativo Benedetti, sólo son lo mismo en inglés– es tan de verdad que no tiene misterio: tiene sí, el encanto de una sorpresiva liebre que pica corriendo de debajo de la tribuna de la cancha de Banfield perseguida por la admiración, los gritos, la desaforada devoción de los muchachos.

 

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