|
Por Alejandra Dandan "Debenedetti al fondo", es la indicación. Barrio de Dock Sud, donde el Riachuelo parece treparse a la costa, empetrolándola. En el interior de un barco de carga, un grupo de marineros discute: frente a una taza descifran huellas fantasmales de borra de café. Monir Mohamed es el jefe de todos ellos. Egipcio, mecánico naval y ahora administrador del tiempo libre de la tripulación. Son los ocupantes de ese buque embargado en el puerto desde hace seis meses, cuando llegaron a Buenos Aires para entregar la última carga. La Prefectura ordenó la interdicción de la nave por una deuda de 250 mil dólares. Y el barco quedó demorado con su tripulación. Hay siete marinos egipcios, un capitán griego y un cocinero salvadoreño. Hay escasez de todo, menos de ingenio: aprendieron a colgarse de la luz a la criolla, lograron agua potable del cuartel de bomberos y hasta conquistaron favores fraternos de tres señoritas de cabaret. A cambio de publicidad entre colegas marinos, ellas proveen cerveza y cálida compañía. Un vecino, termo bajo el brazo, señala el río y a los egipcios que, dice, están abandonados en ese barco, el Ocean Iris. La nave es una mole pesada, alargada en toda la cuadra. Y mientras en tierra es hora de trabajo, en el barco es tiempo de siesta, una suerte de letargo prolongado primero por días, ahora por meses. --Eso es lo que nos sobra --dice uno--, tiempo. Héctor Gálvez se acerca a la rueda de egipcios. Un silbido basta para llamarlo. Es el cocinero salvadoreño de a bordo, desempleado pero aún dueño del acceso al fuego: "Yo les abro la puerta de la cocina todos los días, unas dos horas, y los dejo ahí para que hagan sus cositas". Esas cositas, muchas veces son la misma: un sándwich de pan con queso. Gálvez no se sienta, no quiere. Desde donde está habla del menú: --Pues yo me acuerdo muy bien --dice con tonada centroamericana-- del día que llegaron los egipcios: este que ves aquí venía con un cuerpo... Y ahora sabe qué es un pedazo de pan y queso para todo un día. Ese flaco reposando en el sillón del jefe de mecánicos es Sahal, también egipcio y parte de la tripulación desde mayo, justo cuando el barco llegó a Buenos Aires y quedó varado. Gálvez y otro grupo de la tripulación viajaba en el Ocean Iris desde el Caribe y el último puerto de salida fue en Brasil. Dejaron allí parte del cargamento de soda solvay, usada en la industria del vidrio. Zarparon con el resto de la carga y un retraso de cinco meses de sueldo para la mayoría de los marinos. Así anclaron en el Dock. Los siete egipcios consiguieron un inspector de la Federación Internacional de los Trabajadores de Transporte. Les da tres dólares por día y, mientras iniciaban el juicio, lograron llevar hasta el puerto un auto cargado con provisiones porteñas. Corrió por cuenta del inspector. Los marinos, agradecidos. Monir agradece a los voluntarios del cuartel de bomberos. Les dieron agua de la buena, al menos algo, una vez. Por eso ahora el jefe repite lo del agua: "Para que los bomberos vean que seguimos necesitándola", pide en medio inglés. "Los días domingos se lava --cuenta el jefe--, si se te pasó algo, tenés que esperar hasta el domingo siguiente". El centro de operaciones del jefe es un gabinete pequeño del último piso del barco. Entra allí cada mañana, enciende las máquinas. De diez a doce, es riguroso. Muestra un teletipo y una radio satelital: desde ahí puede llamar a todo el mundo, menos a su casa. Los dueños embargados del barco le cobran los doce pesos por minuto de charla con su mujer. Por eso prefiere los locutorios del Dock. Aunque eso era antes, al principio, cuando la tropa marina tenía efectivo asegurado. "Conocimos a las chicas de Casa Blanca antes, cuando teníamos plata", va contando Mohamed. Al lado, Salim deja de tamizar café, va en busca de tres tarjetas. Mohamed sigue: --Cuando las chicas supieron cómo vivíamos, nos hicieron free pass para entrar al lugar y tomar cerveza. Monir y los otros egipcios están sentados en rueda. Esperan café. El jefe dice: "Nos daba vergüenza, a mí me daba vergüenza --sacude la cabeza-- ir ahí sin plata. Así que no fuimos más". Un marinero de veinte recibe ahora una descarga de burlas cuando desde un rincón, en mejor español, asegura que sigue yendo. Una lata de cerveza entonces hace crash en la mano de Mohamed: "Cuando dejamos de ir, las chicas vinieron para acá". Ellas invitan con cerveza, los marinos reparten tres tarjetas de colores en el puerto. A un lado y a otro, entre los barcos vecinos. --Es un intercambio --dice pensativo Monir--, son buenas chicas, muy buenas. Las chicas supieron del barco por un diario barrial, igual que los vecinos del Dock que acercan comida para los marinos a una parroquia del lugar. Sentado frente a la pantalla del televisor, Monir ve un capítulo de "Los Simpson". Sube el volumen, pero no comprende. No le importa. El cocinero dejó el barco y busca su almuerzo en un bodegón de Dock Sud. Dice que piensa abandonar el barco: "O cobramos la deuda, o nos hundimos acá". Están enjaulados: lo dicen los egipcios, ahí murmurando ante las vetas que va dejando el café árabe hundido en el fondo de la taza.
|