El de esta noche es uno de esos grandes debates que animan el bar de tanto en tanto. ¿Cómo se las arreglan los maestros titiriteros de la política para seguir manejando los hilos aun cuando se haya acabado su período en el poder? ¿Cómo hacen para no soltar nunca los piolines y convencer a todos, inclusive a los muñecos, que cuando agitan los bracitos y mueven la boca de madera lo están haciendo por su propia cuenta? Y, entre tantos nombres del pasado y del presente, ¿cuál se podría considerar el más diestro en el arte de mantenerse oculto detrás del cortinado? El tema da para mucho y las opiniones están divididas. --Bien --dice el Gallego después de escuchar--, sin duda todos los mencionados fueron y son gente de mucha muñeca y gran habilidad a la hora de evitar dar el paso al costado, pero si me permiten yo también quisiera colocar en la pista a mi propio candidato. Les voy a hablar de una empresa familiar de mi pueblo, La Nueva Vía Láctea, productora de leche y derivados. En la época de mi niñez el que estaba al mando era don José María Alvarez Ordóñez. La había administrado con inteligencia y mano de hierro durante treinta años. Un verdadero león ibérico, y no lo digo porque fuera paisano mío. La tradición imponía que al cumplir los setenta eligiera sucesor entre los numerosos hermanos, hijos y nietos, y le entregara el tarro lechero de oro, que era el símbolo de autoridad en la empresa. Llegó el día, don José María brindó por el pasado y por el futuro de La Nueva Vía Láctea y pronunció un fervoroso discurso elogiando a cada uno de los candidatos, trabajadores incansables, administradores sagaces y hábiles comerciantes, todos merecedores del cargo. Por lo tanto, como no quería ser injusto, consideraba que el asunto necesitaba de una sesuda meditación, así que se tomaría su tiempo antes de decidirse. --¿Qué pasó con el tarro de oro? --preguntamos. --Se lo metió bajo el brazo y se lo llevó de vuelta a su casa. Don José María siguió manejando la producción, las finanzas, la relación con proveedores y clientes. Controlaba todo. Cada mañana los aspirantes lo aguardaban con miradas inquisidoras. "Sigo pensando --les decía--, no quisiera cometer una injusticia por primera vez en mi vida." A veces parecía inclinarse por uno, lo tomaba del hombro, lo invitaba a pasear por el tambo, lo elogiaba delante de los demás, lo colocaba en primer plano, le derivaba tareas importantes y, cuando el supuestamente elegido empezaba a brillar con luz propia, sin que nadie entendiera cómo, se encontraba enredado en errores inconcebibles y se incineraba con la rapidez de un fósforo. Después le tocaba el turno a otro. --A la pucha, era bueno ese gallego manejando los hilos --decimos. --Pasaron los meses y pasaron los años. Don José María estaba por cumplir los ochenta y cinco y seguía pensando y tratando de no ser injusto, y el tarro de oro permanecía en su casa. Un buen día estaba a punto de probar la primera leche de la jornada y le sirvió un poco a su gato favorito Zazafrás. Apenas la lamió, el gato se puso duro y cayó fulminado con las cuatro patas apuntando al cielorraso. "Coño --dijo don José María--, no sabía que Zazafrás se había vuelto alérgico a la leche." Otro día estaba supervisando la elaboración de manteca y la baranda donde se había apoyado cedió. Resulta que le faltaban algunos tornillos. Don José María fue rescatado entero porque las maderas trabaron las paletas de la mezcladora. "Coño, hay que modernizarse, vamos a colocar barandas de acero inoxidable." Otro día fue a controlar cómo producía una superlechera recién comprada y, cuando pasó detrás de la vaca, algo o alguien debió molestar al animalito porque soltó un patadón que le erró por centímetros a la cabeza de don José María y abrió un boquete en una pared. "Coño, me estoy poniendo viejo, me olvidé que nunca hay que pasar por detrás de las bestias." Otro día estaba visitando la planta de envasado, fue al baño, el inodoro se hundió y mi paisano zafó porque en ese momento estaba tirando la cadena y quedó colgado. "Coño, es inútil, no hay baño más cómodo que el de la casa de uno." Cuando finalmente cumplió los ochenta y cinco hubo fiesta. Acudió todo el pueblo y tocó la banda municipal. Se tomó y se bailó hasta la madrugada. En el momento del brindis, hermanos, hijos y nietos lo rodearon con afecto y lo estrecharon fuertemente en un gran abrazo colectivo. Cuando se separaron don José María había cambiado de color, se había puesto completamente morado. El entierro fue grandioso, todavía se comenta en mi pueblo. Se colocó una estatua tamaño natural en la entrada de La Nueva Vía Láctea. Después de escuchar la historia y meditar un poco, renunciando a cualquier fervor nacionalista, todos concordamos en que el gallego don José María Alvarez Ordóñez fue sin duda el más grande de los manejadores de piolines de todos los tiempos. Que en paz descanse. |