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Por Diego Fischerman El texto fue, para la época, escandaloso. Pero es en realidad la música la que, a partir del modelo wagneriano llevado hasta sus últimas consecuencias, tiene el mayor poder revulsivo. Salomé, estrenada en 1905, sigue siendo, todavía, una de las óperas con mayor densidad musical entre las escritas en este siglo. Y, tal vez, sea una de las últimas que se plantea desde la posibilidad de tensionar el género sin romperlo. Si se excluyen las dos obras maestras de Alban Berg (Zozzeck y Lulu), después de Richard Strauss sólo hubo óperas que explícitamente respetaron las cerradas reglas del género, tal como se había cristalizado en el siglo XIX, o que contaron en escena la imposibilidad de escribir una ópera. De todas maneras, podría decirse que Salomé es un texto magnífico y una música extraordinaria pero que no se necesitan ni se implican mutuamente. Por eso es tan fácil que entre uno y otra pueda abrirse una fractura. La versión con la que esta ópera volvió a Buenos Aires después de 16 años de ausencia expone precisamente estas características. Impecable musicalmente, sobre todo gracias al soberbio trabajo de Stefan Lano al frente de una Orquesta Estable ajustada y comprometida, y pobre, apenas ilustrativa, en lo escénico. Y, a diferencia de lo que podría suceder con una obra de Puccini o de Verdi, igual funciona. Pueden cerrarse los ojos y disfrutar de la manera en que director, orquesta y cantantes se regodean en ese lenguaje oscuro, recargado con sabiduría, refinado dentro de sus excesos y situado al borde de la ruptura tonal, que Strauss abandonó más adelante para entregarse en brazos de un supuesto neoclasicismo. Una Renate Behle de buena voz (a pesar de un timbre algo metálico e hiriente) y sólida presencia escénica, Udo Holdorf preciso en los aspectos más burdos de su Herodes, Tom Fox impactante en su profeta y Graciela Alperyn correcta en Herodias, fueron parte fundamental de los logros musicales. Oswald y Lapiz, en cambio, optaron por subrayar los aspectos más decorativos y menos esenciales de la ópera. Donde Wilde --y Strauss-- parecen olvidar el drama bíblico (de hecho en este caso el profeta aparece tan delirante como Salomé, mientras que Herodes es una especie de pusilánime), los régisseurs se detienen en columnatas, dorados, cojines orientales y robustos torsos a lo Maciste. Y se detienen tanto que la puesta sucumbe al estatismo de estampa de enciclopedia.
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