Por Hilda Cabrera Esta es una de
esas obras que buscan y encuentran resquicios bajo las dictaduras para poder formular una
crítica desde el escenario. De Antonio Buero Vallejo se ha dicho que supo abrirse paso
dentro del franquismo con las armas de las circunstancias, y así estrenar
obras como La fundación, en 1974, un año antes de la muerte de Franco, dirigida entonces
por José Osuna. Pero no siempre le ganó a la censura. La doble historia del doctor
Valmy, sobre las secuelas de la tortura, subió a escena recién en 1976, en Madrid,
aunque ya existía una versión inglesa estrenada en Chester en 1968. Buero supo mostrar
sus obras sin traicionarse, desde la primera, Historia de una escalera, de 1949. Nueve
años antes había sido acusado de rebelión y condenado a muerte, pena que se le conmutó
ocho meses después de ser detenido. Pasó seis años en la cárcel. Esa experiencia tiñe
el desarrollo de La fundación, una alegoría sobre el encierro, que engloba asuntos
existenciales y éticos, la claudicación entre ellos.La puesta de Pérez de la Fuente
(director del CDE) recupera el discurso de Buero, puliéndolo de anacronismos e
insertándolo en una ambientación nueva, de gran impacto. La escenografía de Oscar
Tusquets Blanca atrapa con sus formas geométricas y sus paneles con diseño en
perspectiva. Resulta en cambio superflua la utilización de un telón rígido que separa
una escena de otra y sirve de soporte a una veintena de pantallas de video, cuyas
coloreadas imágenes sincronizan con la música. El simbolismo de la pieza no necesita de
esos artilugios para aludir a las variadas formas y disfraces que adquiere el poder
autoritario, abordado aquí de forma literaria, pero sin considerarlo por eso una
abstracción. La obra tiende trampas al espectador, que en principio sólo ve a un grupo
de personajes de aspecto normal, gente con gustos burgueses, ilustrada en parte, que
charla, lee y hasta se aviene a compartir un trago. Son becados de una fundación en la
que no faltan comodidades. De tanto en tanto, alguno amaga una discusión y otro ríe de
modo exasperado. Los diálogos resultan banales, lo mismo que las acciones. Los personajes
trotan, atraviesan la escena entre carcajadas y se enojan, aparentemente por tonterías.
Es probable que el espectador sienta que la obra no pasará de eso, y se fastidie. Ningún
misterio, nada para develar. Lo único extraño es la presencia de un hombre que yace
sobre una tarima, y la de una mujer, amiga de Tomás, el novelista, que acaricia un ratón
de laboratorio, al que bautizó con el nombre de su amigo. Poco después la situación es
otra. Como si se tratara de un viaje mental exploratorio, los personajes van develando
aspectos de su personalidad, a través de un diálogo menos trivial que el desarrollado en
las primerasescenas. Descubren sus contradicciones: dudan, se comprometen o se
desentienden. La puesta no resuelve totalmente ese salto. La acción se demora y surgen
los temibles tiempos muertos. Si bien no se les puede negar oficio a De la Fuente y a su
equipo, es evidente que la obra saldría favorecida con una mayor síntesis. Tal como
está, se torna demasiado literaria en su retrato de lúcidos y delirantes, entre ellos el
rebelde Asel (Héctor Colomé), el reflexivo Tulio (un destacable Juan José Otegui) y el
soñador Tomás (Ginés García Millán), el novelista enamorado que huye de la realidad.
Más allá de los resultados del estreno, que en la función del viernes se demoró una
hora por problemas técnicos, el elenco del CDE muestra un profundo compromiso con su
trabajo, elaborado al detalle y cargado de sensibilidad. Tratar en forma alegórica temas
como la impotencia ante la brutalidad del poder, la delación o el miedo al
desquiciamiento tal vez suene hoy demasiado inocente a algunos espectadores. Sin embargo,
lo que se dice en La fundación tiene plena vigencia. Representada en Estados Unidos y en
diversos países europeos (los especialistas destacan una puesta del famoso Dramaten,
Teatro Real Dramático de Estocolmo, de 1977), señala en todo caso que a veces soñar es
alienante y suicida, y que el de la libertad es un discurso cerrado cuando se vive entre
verdugos.
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