Por Luciano Monteagudo Hay cierto
encanto anacrónico en La belleza de Venus, un film francés construido a la vieja usanza,
una tenue, modesta comedia romántica que se toma la molestia rara en estos
días de hilar una galería de personajes y de darles vida a todos y a cada uno de
ellos, por pequeños que sean. El escenario que los reúne es un salón de belleza
femenina, en uno de los tantos barrios de París, un espacio en el que la guionista y
realizadora Tonie Marshall supo encontrar que bajo una eficaz fachada de frivolidad,
se modelan las apariencias para atenuar la evidencia de ciertas verdades: el paso del
tiempo, la soledad, los vaivenes del amor....Esos vaivenes sentimentales están en
el centro de las preocupaciones de las empleadas y de las clientas del salón Vénus
Beauté, una suerte de oasis en medio del vértigo de la gran ciudad, un refugio que
con sus tonos pastel y sus fragancias a cremas y ungüentos invita a las mujeres que pasan
por sus vidrieras iluminadas por luces de neón a escapar, aunque más no sea por un rato,
de la inclemente realidad exterior. Y allí, bajo la tutela firme pero matriarcal de la
dueña, Nadine (interpretada por Bulle Ogier, que supo ser la musa del cine de Jacques
Rivette en los años 60), unas y otras van deslizando, previsiblemente, sus
historias, sus ilusiones y también sus desencuentros con la felicidad.De un lado del
mostrador, ataviadas con unos delantales de color rosa un poco tristes, están Angéle
(Nathalie Baye), Samantha (Mathilde Seigner) y Marie (Audrey Tautou). Para Angéle, que
viene de más de un desengaño, el amor ya no es para ella, a pesar de que tiene un hombre
completamente enamorado a su entera disposición. Angéle, sin embargo, prefiere
desconfiar y entregarse a relaciones de una sola noche, que no le dejen heridas. Samantha
y Marie, en cambio, son más jóvenes y tienen otras energías y otras esperanzas, que el
film se ocupa de exponer con cierta levedad.Y del lado de la clientela, no sólo hay
mujeres entre ellas la directora Claire Denis y Marie Riviere, la actriz de Cuento
de otoño sino también hombres, como ese viudo que compone Robert Hossein, un
aviador veterano, cuyo bastón informa de alguna accidentada aventura, y que concurre a
Venus Beauté para reverdecer la fama de seductor que seguramente tuvo en su
juventud. Todos tienen su pequeño momento personal en el film, incluso las legendarias
Micheline Presle y Emmanuelle Riva, dos glorias del cine francés de otros tiempos (Le
diable au corps e Hiroshima mon amour son, respectivamente, sus títulos emblemáticos),
que aquí apenas si tienen una aparición especial, como unas simpáticas tías solteronas
de Angéle. Casi de más está decir que todo en La belleza de Venus tiene una innegable
impronta teatral, con personajes que entran y salen de escena continuamente, como si el
set fuera más bien un proscenio, en el que cada actor tiene la oportunidad de hacer su
pequeño número y sólo faltara el viejo aplauso a telón abierto. La directora Marshall
que en un film anterior, Pas tres catholique supo hacer un cine más actual
habla en el dossier de prensa de cierta influencia de la obra de Jacques Demy, pero más
allá de su pintura del universo femenino, poco y nada pareciera tener en común Vénus
Beauté con clásicos como Lola o Los paraguas de Cherburgo. Su película es apenas un
divertissement capaz de comunicarse con el público de una forma directa y un tanto
ingenua, a la manera de otros tiempos.
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