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OPINION

Utilitarios

Por J. M. Pasquini Durán

En su origen, la Alianza definió su nombre completo mencionando los que serían los ejes del futuro gobierno: Trabajo, Educación y Justicia. Apenas oficializado el elenco ministerial de Fernando de la Rúa, el centro de la controversia envolvió a Juan Llach, ministro de Educación, sobre todo por su protagonismo en la gestión de Domingo Cavallo durante la administración menemista. Para sus críticos, dentro y fuera de la coalición, era un contrasentido encargarle la educación pública a quien había sido corresponsable de la política económica contra la que se levantó la Carpa Blanca de los docentes, con el respaldo de un inmenso arco social, incluidos los más prominentes miembros de la Alianza.

La reacción era previsible, a lo mejor para los cálculos previos no tan concentrada como se dio,na04fo01.jpg (7640 bytes) pero la fórmula ganadora decidió hacerse cargo de los costos a cambio de lo que presume que obtendrá. Ante todo un diálogo abierto con el Episcopado, ya que Llach, miembro del consejo editorial de Criterio, es hombre de convicciones religiosas casi tan acendradas como las del canciller Rodríguez Giavarini. En tiempos de Cavallo, algunos colegas solían bromear a ese propósito: "Juan piensa y hace lo mismo que Mingo, pero con sentimiento de culpa". La educación es un campo de hipersensibilidad en las relaciones de cualquier gobierno civil con la Iglesia Católica, pero con éste en especial porque no son pocos los obispos y curas que piensan que los radicales son masones y los frepasistas ateos. Raúl Alfonsín podría escribir un capítulo entero de sus memorias acerca de lo mucho que dio durante su gobierno y lo poco que recibió en esas relaciones bilaterales. Más ahora, en comparación con Carlos Menem, que se ganó con obsecuencia sin par los mejores mimos del Vaticano.

Además del valor utilitario de su fe privada, Llach ofrece su oficio de economista con experiencia de gobierno, que debería rendir en la eficacia del gasto, una obsesión del nuevo presidente, convencido como está de que la primera mitad de su cuatrienio tendrá que arreglarse con la caja chica para quedar bien con Dios y con el Diablo. Y por si esto fuera poco, las mismas razones que sirven para criticarlo, lo vuelven meritorio a los sentimientos del establishment nacional e internacional, otro de los paladares que el inminente gobierno quiere halagar hasta donde sea posible. Cuando De la Rúa amenazaba con Ricardo López Murphy para encargarle la economía aliancista, Llach, junto con Machinea, figuraba entre las opciones moderadas de Carlos Alvarez. Al final, todos tuvieron lugar en el nuevo gabinete, saturado de economistas, como para que nadie pueda repetir la misma crítica que cargó Alfonsín sobre su presunta ignorancia de las leyes del dinero.

Es tan fuerte todavía la influencia del pensamiento conservador sobre el mercado a ultranza y tantos los miedos sembrados en la sociedad sobre los castigos que sobrevendrán a los que pretendan rebelarse, que los discursos políticos, la moral y las costumbres sucumben ante las argucias de la contabilidad. El chantaje es el principal argumento en las relaciones de poder y también en los asuntos cotidianos. Hasta los pedigüeños callejeros lo usan como valor de cambio: "Ayúdeme, ¿o quiere que salga a robar?". En Uruguay también se consigue, como puede comprobarse repasando el debate de la última quincena entre los dos candidatos del balotaje presidencial que se dirime mañana.

Allí el Frente Amplio, en Chile el socialista Ricardo Lagos, el PT de Lula en Brasil, el PRD de Cárdenas en México, cada cual a su manera todos están sometidos a la misma presión: o reniegan de las ideas condenadas por los centros financieros o no podrán ser gobierno. Los peligros de golpe de Estado han sido reemplazados por los de golpes de mercado. La extorsión por el miedo produce efectos devastadores en los electorados dubitativos y en las economías empobrecidas, donde la supervivencia diaria exige un esfuerzo tan enorme que mata la ilusión. Los gobiernos con alguna preocupación social, como se ve en estos días en Argentina, tienen que someterse a negociaciones agotadoras para obtener algún alivio a las penurias de millones de pobres, pero con extremo cuidado para que esas gestiones, apenas gestos de solidaridad humana, no sean entendidas como desafíos al "mercado".

La incapacidad para cambiar esas reglas mafiosas de convivencia, disimuladas bajo términos supuestamente "científicos" como el llamado "riesgo-país", están dando lugar a diversas supercherías intelectuales. La primera es la del final de la historia, desmentida en la teoría pero aceptada en la práctica: nadie se atreve a dar un paso adelante porque los presagios indican que sólo hay vacío, insondable y tenebroso. Otra es la que atribuye características misteriosas al voto popular, tornando inexplicable, por tanto inexorable como una fuerza natural, a la potencia de las derechas. Así de mítica es la explicación de esas izquierdas que, después del escrutinio, celebran porque consiguieron aumentar sus votos en 0,30 por ciento, pero sin superar el uno por ciento del total, y de allí concluyen: "Ha llegado el momento de organizar la rebelión popular dirigida por el partido de masas". A la inversa, están los que desdeñan ese tipo de irrealidad para incurrir en otra: en nombre de una "cultura de poder" a-ideológica posan de centro-izquierda, pero actúan de centro-derecha.

Todo viene tan mezclado que hasta ser honesto se presenta como un logro, igual que el pedigüeño de la calle, y pasa aún por progresista, como si fuera una cualidad ideológica. Los gobernantes hablan de sus batallas pasadas y futuras contra la corrupción como si no fuera una obligación legal para los funcionarios públicos, además de moral para todos, contemplada en el Código Penal al lado de los otros delitos comunes. Los que dan y reciben coimas, lo mismo que los garantes de impunidad, todos son delincuentes, merecen ser juzgados y penalizados según el grado de responsabilidad de cada uno. No es lo que sucede hasta el momento. El único dato alentador es la creciente oposición a convalidar el diploma de diputado al tucumano Antonio Bussi.

Acaban de descubrirse archivos policiales en la provincia de Buenos Aires con pruebas sobre la guerra sucia de la dictadura y sobre la actividad ilegal de espionaje que se cumplía hasta hace dos años, en abierta violación a las leyes vigentes. ¿Qué autoridad policial ha sido suspendida por los delitos cometidos? ¿Cuántos gobernantes, actuales y futuros, están reclamando sanciones ejemplares y un informe público completo, preparado por equipos insospechables de ciudadanos, además del trámite judicial? ¿Cómo es posible que el futuro ministro de la seguridad bonaerense sea desconfiable para preservar esos documentos y ni el implicado ni sus mandantes se den por aludidos? Al contrario: parece que pretenden duplicarle los fondos reservados para su libre albedrío.

¿Hasta dónde las negociaciones políticas, como las que acaban de otorgar mandato de senador por la Capital al ministro del Interior saliente o las de coparticipación federal con las provincias, van a complicar las investigaciones por corrupción? Esta es una responsabilidad del gobierno, pero también de la oposición, porque la única manera de aplicar sanciones, cuando se pueda legales y también político-sociales, será posible si todos abandonan el espíritu de cuerpo y el uso político de las manos limpias para aceptar la igualdad ante la ley. Para evitar interpretaciones torcidas, ¿habrá que aclarar que esta igualdad no es socialista ni izquierdizante? No vaya a ser que el mercado, otra corporación de impunidades cruzadas, se sienta molesto por esta injerencia del Estado y la sociedad en los negocios privados. No sólo los patrones, también algunos dirigentes sindicales andan inquietos, como abejas asustadas, detrás de un paquete de casi 400 millones de dólares, en nombre de los intereses obreros, por supuesto, amortiguados claro en la última década. Dios nos libre de molestar a la gobernabilidad con estas moralidades.

 

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